En mi artículo de hace 15 días respecto de los cinco violadores españoles que se autonombran La Manada, escribí: “No podía ser más acertado el nombre pues el diccionario define ‘manada’ como un conjunto de animales”. Días después, una queridísima amiga me llamó la atención acerca de la barbaridad que supone atribuirle a un conjunto de criminales el apelativo de “animales”. ¿Por qué hacer una analogía de un comportamiento violento y humillante con la conducta de los animales? Lo que yo había hecho –en automático y sin pensar– reforzaba una conceptualización basada en prejuicios.
La reacción de mi amiga me hizo darme cuenta de lo poco que pensamos lo que decimos, y de la forma en que reproducimos juicios previos, o sea, prejuicios. Así, recordé varias expresiones negativas que se escuchan cotidianamente: ¡eres una bestia!, ¡no seas animal!, ¡es una bestialidad!, etcétera. Con ellas se transmite la idea de los animales como salvajes o agresivos.
Las palabras moldean e impactan la subjetividad, y no es difícil ver que hay una relación entre la forma en que se conceptualiza a los animales y la manera en que se les trata, mejor dicho, se les maltrata.
En nuestra cultura ese uso del lenguaje, esas expresiones, provienen de ideas arcaicas acerca de los animales. Peter Singer analiza por qué nuestra ética hace una distinción tan marcada entre el trato digno a los seres humanos y el trato indigno a los demás animales. Singer revisa los planteamientos filosóficos que dieron origen a la idea de que los seres humanos son superiores a los demás seres sintientes porque supuestamente están hechos a la imagen de Dios, y tienen alma.
A esa idea inicial en la cultura occidental se ha ido sumando una explicación que argumenta los desarrollos científicos y artísticos como la causa de la superioridad. Sin embargo, Singer lleva hacia el lado ético su reflexión y formula preguntas incómodas relativas al sufrimiento que los seres humanos infligen a las demás especies.
Este tipo de razonamiento acerca de la injusticia en el trato a los demás animales ha ido ganando terreno, en especial entre generaciones más jóvenes, cuya preocupación ética y política por la relación con los animales suele ir de la mano con la preocupación acerca del daño al ecosistema.
Las personas que luchan por poner un alto a la crueldad de los humanos hacia los demás animales, que exigen prestar más atención sobre cómo sufren los animales, y que denuncian las formas aberrantes de maltrato y de explotación, han desechado la visión antropocéntrica por una visión ética más holística y responsable. Una parte de su lucha consiste en impulsar un cambio en la forma en que se habla de los animales.
Para quienes están en la defensa de los animales como seres sintientes, un tema es hasta dónde los juicios previos –los prejuicios– dificultan que la sociedad acepte que los animales también tienen dignidad. ¿Cómo funcionan esos prejuicios? La psicoanalista Silvia Bleichmar reflexiona al respecto y señala que al prejuicio “lo que le da el carácter patológico es su inmovilidad, su imposibilidad de destitución mediante pruebas de realidad teóricas o empíricas”. Por eso Bleichmar plantea que cuando el prejuicio deviene el organizador de la acción, toma un carácter primordialmente anti-ético. Ella subraya un asunto cardinal: “El prejuicio es, indudablemente, una excelente coartada psíquica para la elusión de responsabilidades y el ejercicio de la inmoralidad”.
La coartada psíquica de que los animales son inferiores facilita la elusión de la responsabilidad respecto del trato inhumano que se les da, y evita ver la inmoralidad de los criaderos en los que se les encierra con el fin de comercializarlos como alimento humano. Si bien entre ciertos grupos sociales empieza a despuntar una tibia conciencia acerca de no maltratar a los animales domésticos, sigue habiendo un silencio ominoso en cuanto a las formas atroces de producción de leche, huevos y carne.
Todavía no hay “periodismo de investigación” que explore lo que está pasando en esos campos modernos de concentración.
Sigue vigente el prejuicio en contra de los animales, esa creencia de que, como no son como los seres humanos, se les puede por lo tanto explotar, lastimar y humillar. Bleichmar sostiene que el prejuicio es un modo de ordenamiento arbitrario del pensamiento que va más allá de toda racionalidad que pueda fracturarlo. O sea, no hay manera de “razonar” con quienes tienen arraigados sus prejuicios. El prejuicio contra los animales reproduce y alienta la indiferencia. Los animales son seres que sienten, que sufren, que disfrutan, que requieren atención, afecto y protección. Hay que desarrollar una postura crítica acerca de cómo hablamos de ellos, y también dejar de calificar de “animales” a seres humanos que tienen conductas negativas, agresivas, humillantes.
Por último, hay que denunciar cómo se está produciendo lo que estamos comiendo y, por supuesto, también hay que empezar a alimentarnos de otra manera (asunto complicado del que hablaré en otra ocasión). No sé si al paso que vamos los seres humanos podremos salvarnos y salvar al planeta, pero sí sé que no será posible sin otro trato hacia los demás seres sintientes, los animales.
Con información de Proceso artículo de Marta Lamas