No aguantó más. Llegó el momento. Alejandro Canale, de 75 años, está por relatar el trauma que intentó tapar desde que tenía 16 y que hoy necesita dar a conocer. “Tengo que hablar”, reafirma, mientras nos abre las puertas de su casa en la localidad costera de Camet Norte, Provincia de Buenos Aires (Argentina), para contar por primera vez los reiterados abusos sexuales que le cometieron en un colegio católico durante su adolescencia, corrompida por los predicadores de la moral y las buenas costumbres.
Corría 1960, y él pasaba sus días como estudiante de secundaria en la escuela San Juan el Precursor, una institución religiosa para alumnos de las familias mejores acomodadas del partido de San Isidro, en la misma provincia. El instituto fue fundado por Jorge Castagnet, un reconocido cura de la época con mucha influencia en su comunidad, al servicio del Obispado local, quien también cumplía el rol de director.
El presunto abusador, Edgardo Rubén Palavecino, era vicerrector y profesor de Filosofía, pero tiempo atrás fue seminarista con serias intenciones de convertirse en un referente del clero, aunque en ese momento no llegó a vestir la sotana.
Además del establecimiento principal de aquella casa de estudios para jóvenes cristianos de la alta sociedad, el sacerdote administraba una residencia a pocos metros, donde recibía alumnos para el dictado de algunas materias, y también servía de hospedaje para chicos que venían del interior del país.
Palavecino contaba con su propia habitación, donde dormía y también daba sus clases. Alejandro iba a esa quinta entre dos y tres veces por semana, y si estaba solo, casi siempre era abusado en aquel cuarto.
“Me hizo creer que eso era el amor”
“Cuando iba a estudiar ahí, encontraba a Palavecino en la cama, en su pieza. A veces éramos cuatro o cinco estudiantes, y no pasaba nada, pero me empezó a citar en horarios en que estaba durmiendo la siesta”, relata. A partir de ahí, inició la manipulación psicológica: “Comenzó a decirme que me quería. Yo era un pibe muy abandonado de familia, que me dijeran eso me cambió la cabeza. Aprovechó mi carencia afectiva”. Según recuerda, aquel profesor era unos 20 años mayor: “Hoy debe estar muerto”, calcula.
Los encuentros subidos de tono duraron “entre uno y dos años”, en el último tramo del colegio secundario, y conformaron sus primeras experiencias sexuales: “No tuve capacidad de elección”, lamenta. Y aunque pasaron décadas, algunas imágenes no se pueden borrar: “Recuerdo el pecho peludo del tipo”, visualiza.
Desde el punto de vista emocional, Alejandro sostiene que aquello fue un abuso porque le hizo creer “que eso era el amor”, además de la relación de poder impuesta, que en ese momento no pudo ver. “¿Por qué me eligió a mí? Tenía alrededor a 300 alumnos, y se dio cuenta de que yo era débil”, comenta. Pero no fue la única víctima del vicedirector.
Un compañero suyo, que también estudiaba en el cuarto del posible pedófilo, dijo en un recreo: “Palavecino me quiere mucho”. Cuando otro de los alumnos se alertó de la situación, le preguntó: “¡¿Cómo que te quiere mucho?!”. “Sí, me besa y me abraza, me quiere”, respondió el chico. “Cuando escuché eso, me metí en un rincón y me hice el ‘pelotudo’ [tonto], totalmente”, admite Alejandro. La conmoción se desataría por otros casos de pederastia, mientras él callaba su propia historia.
“Padre, tengo que decirle una cosa, muy grave”
A los pocos minutos, en la clase de religión a cargo del cura Castagnet, el chico que se había percatado de la aparente corrupción de menores, dio un sobresalto y expresó: “Padre, tengo que decirle una cosa, muy grave”. Alejandro hubiese preferido que se lo trague la tierra: “Estaba escondido en el banco, tenía terror de que se supiera”, relata.
Y sigue: “¿Es que has matado a alguien?”, consultó el cura. “Peor, padre, Palavecino es ‘bufa’ [homosexual]”, respondió el estudiante. La clase no pudo continuar: “Nos llamó a todos, uno por uno, y cuando llegó mi turno, preguntó si me habían abusado en algún momento. Yo lo negué. Mentí, aunque hace más de un año que me estaba abusando”.
Desde ese entonces, nunca más se vio a Palavecino en el colegio: “No volvió a aparecer. Cuando lo descubrieron, por el otro caso, el padre lo sacó inmediatamente de la institución, le dieron una beca y se fue a España. Lo premiaron. No tuvo castigo”, cuenta.
Esta práctica de encubrimiento es habitual en sedes ligadas directa o indirectamente a la Iglesia Católica, y por ello es común ver que un violador haya cometido delitos sexuales en más de un centro eclesiástico. Sucede que, en vez de llevar el caso a la Justicia local, se traslada al implicado a otro establecimiento, en una clara maniobra elusiva. “El cura sabía que era un abusador, por la rápida forma en que actuaron”, opina Canale, casi 60 años después.
La última cena
Apenas horas después de haberse destapado el escándalo en la escuela, el autor de los supuestos abusos apareció en la casa del propio Alejandro para cenar, ya que tenía buena relación con la familia. Era una especie de despedida antes de su inminente viaje a España.
“En ese momento, pensé en suicidarme con un revólver de mi viejo, pero justo apareció papá. Lo único que atiné a decirle, fue: ‘Palavecino a mí también me agarró’. Mi viejo me sacó el revólver, y me sentó en la mesa con el hijo de puta este”, repasa.
La familia Canale era muy respetada en la zona, y su pasar económico no estaba nada mal. De hecho, la casa de Alejandro contaba con varias empleadas de servicio: “Mi vieja nunca hizo nada, tenía planchadora, costurera, mucama y cocinera”, recuerda. Pero faltaba lo más importante: “El único lugar donde recibía amor era la cocina, donde estaban ellas”.
Según el entrevistado, el estatus social de sus padres conspiró para que no denunciaran el delito: “Fueron cómplices. No tuvieron coraje, por el miedo al qué dirán. En esa época, tener un hijo abusado era toda una vergüenza, ahora hay otra cabeza”, reflexiona. Además, había conflicto de intereses: “Mis padres eran accionistas del colegio. Tal vez lo ocultaron para que no tomara mala fama la escuela”. La falta de apoyo familiar también lo condicionó para callar durante todos estos años.
“Lo saco a la luz para que no pase más”
“Yo lo tapé, me casé y armé una vida normal. Gasté fortunas en terapia”, explica. Pero las secuelas brotaban por los poros. Desde no poder ver desnudos a sus hijos, hasta mudarse constantemente de lugar, escapando de algo. Las molestias aparecían, sin saber bien por qué. Y todo ello sumado a los recurrentes pensamientos sobre el suicidio. “Todavía creo que él me eligió porque era el tonto de la clase. Sigo con un complejo de inferioridad”, reconoce.
Sin embargo, recientemente se contactó con la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico de Argentina, compartió su historia, y escuchó las de otros: “Estoy asombrado por cómo me está ayudando conocer más casos”, se enorgullece.
Gracias al acercamiento, entendió que gran parte de los síntomas actuales tienen su raíz de origen en la pederastia, y encontró muchos patrones comunes con otros miembros de la agrupación: sentimientos, reacciones y formas de actuar que solo son compartidas por ellos, los abusados. Entonces, se dio cuenta que no quería esperar ni un solo día más sin escupir este mal trago, para sanar. Ni siquiera a sus hijos les había contado.
“Lo saco a la luz para que no pase más. Y quiero generar conciencia de que esto sucedió siempre, porque mi caso tiene casi 60 años”, plantea. También desea demostrar que a pesar del horror, logró seguir adelante: “Se puede, más allá de eso, armar una vida, con hijos divinos y nietos más lindos todavía. Con toda la dificultad, a pesar de la depresión. Yo pude”. Hoy, este abuelo pasa sus días cerca del mar, tejiendo y comiendo verduras que obtiene de su propia huerta.
A.C: Tomar conciencia de lo que a uno le pasó, es muy importante. Le diría que es una persona valiosa, y solo hay que descubrirlo. Lo que te haya pasado no borra al ser humano lindo que sos. A mí me sirve mucho poder contarlo, estoy sanando, y creo que les puede ayudar a muchos abusados. Cada vez entiendo más lo bien que hace hablar.
El Obispado niega el vínculo con el colegio
Desde la Diócesis de San Isidro nos negaron que la escuela católica haya pertenecido alguna vez a la organización dependiente del Vaticano. No obstante, el cura señalado como principal encubridor, y director del colegio en ese momento, sí era miembro del Obispado: “El padre Castagnet respondía al monseñor Aguirre”, detalla Alejandro.
Prescripción VS derechos del niño
Si bien es cierto que para muchos jueces esta clase de delitos penales no son justiciables por su antigüedad, también hay excepciones. De hecho, en las últimas horas la Cámara de Apelaciones de la ciudad de La Plata, que actuó en el famoso caso Próvolo —un instituto para chicos sordos con denuncias por abusos a menores—, consideró que la pederastia no prescribe, porque más allá de las normas locales, los derechos internacionales del niño tendrían supremacía legal.
Asimismo, la llamada Ley de Respeto a los Tiempos de las Víctimas establece desde 2015 que los años para que una causa prescriba solo se cuentan a partir de la denuncia realizada en la Justicia, y no antes, porque se contempla una demora lógica para afrontar el trauma. A su vez, con el fin de evitar discusiones jurídicas, se baraja la posibilidad de sancionar una norma en el Parlamento argentino para que estos hechos no caduquen nunca.
Con información de RT