Aunque suele estar rodeado de gente, busca la soledad. Pedro Almodóvar cumple el próximo miércoles 25 de septiembre 70 años con los sueños colmados y un gran cúmulo de pesadillas acechantes. No es algo que deba escandalizar. Ni la revelación de ningún secreto íntimo: salta a la vista en Dolor y gloria, su última película, el autorretrato de un auténtico lobo estepario.
Como en la novela de Hermann Hesse, de forma parecida a Harry Haller, su protagonista, Almodóvar ha sabido elevar a categoría de arte su propio tormento: físico y anímico. Vive en una contradicción perpetua. Busca soledad, pero necesita reconocimiento. Sueña con autorrecluirse, pero hay épocas en las que no le queda otra que sobrexponerse. Más ahora, en plena campaña internacional del filme y con la perspectiva de una dura etapa de promoción de cara a los próximos Oscar.
Lejos quedan los excesos de sus años locos: la fiesta perpetua de la movida. Almodóvar pasó de ser anfitrión madrileño para todo tipo de recibimientos, desde Andy Warhol a Madonna, a sumergirse en su vertiente de monje cartujo. Si el cine comenzó como un juego, hoy, para él, es una obsesión. Su conciencia de artista y la popularidad siempre buscada tenían un precio que le cuesta aún pagar: el aislamiento.
El círculo que lo rodeó durante años ha ido reduciéndose con el tiempo. Por elección y también a su pesar. Peleas y reconciliaciones han sido su dinámica emocional. Hoy, más zen y bastante machacado por lesiones, dolores crónicos o migrañas, convive, sobre todo, con sus fantasmas y acompañado discretamente de algunos incondicionales.
Con información de El País