Yo, ¡el gran cobarde!, convertido en héroe gracias a una brutal borrachera de morfina”. Esta fue la reflexión del soldado republicano Juan Alonso cuando en mayo de 1937 sus superiores le ascendieron de teniente a capitán por el coraje ejemplar que demostró en el campo de batalla.
Gracias al éxito internacional de ciertas series de televisión, cuando hoy pensamos en drogas lo primero que nos viene a la cabeza son narcos como Pablo Escobar o El Chapo y sus sicarios, desplazando el icono más duradero relacionado con las drogas: las estrellas de rock.
Al mismo tiempo, en nuestro imaginario colectivo siguen latentes también otras poderosas y contradictorias imágenes: desde el bróker esnifando cocaína en un hotel de lujo al yonqui tirado en una calle con una jeringuilla colgando del brazo.
Cuando pensamos en la relación entre las drogas y la guerra, lo primero que nos viene a la mente es la ‘Guerra contra las Drogas’. Los más mayores quizás se remonten a las campañas de Richard Nixon, Ronald Reagan o George W. Bush. Los más jóvenes probablemente pensarán en la guerra desplegada por Vicente Fox contra los carteles mexicanos.
Sin embargo, las drogas y la guerra tienen una larga y estrecha relación, especialmente debido a su consumo por parte de los combatientes.
El uso de drogas en contextos de guerra está vinculado a sus virtudes terapéuticas, pero en modo alguno su consumo se redujo a la práctica médica. Varios ejércitos prescribieron drogas a su personal militar para mejorar su rendimiento en el campo de batalla.
Al mismo tiempo, los propios combatientes también se administraron drogas por su cuenta, ya fuera sin el consentimiento de sus superiores o mientras éstos hacían la vista gorda.
Drogas estimulantes como el alcohol (en pequeñas cantidades), la cocaína y las anfetaminas podían resultar de gran ayuda para eliminar la necesidad de sueño, combatir la fatiga y reforzar el coraje. En contraste, depresores como el alcohol (en grandes cantidades), el opio, la morfina o la marihuana se han utilizado para reducir el estrés en el combate y mitigar los traumas causados por la guerra.
El punto de inflexión en la relación entre las drogas y la guerra se produjo en el siglo XX. Si bien durante la Guerra Civil Americana (1861-1865), la Guerra Austria-Prusiana (1866), la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) y la Guerra Hispano-Estadounidense (1898) se empleó de forma masiva y rutinaria el opio y, sobre todo, la morfina, su uso por parte de los ejércitos fue fundamentalmente terapéutico, para tratar de aliviar el dolor físico y moral de los soldados.
La situación cambió radicalmente en las dos guerras totales que acontecieron en la primera mitad del siglo XX. Nunca antes hubo un consumo tan masivo de drogas por parte de los soldados como durante la Primera Guerra Mundial, cuando el alcohol, la morfina y la cocaína adquirieron un enorme protagonismo.
Pero la gran novedad no fue solo las altas tasas de consumo, sino que su propósito iba más allá de las funciones terapéuticas. Además de las raciones diarias de alcohol, al menos los ejércitos británico, australiano, francés y alemán proveyeron a sus soldados de cocaína para aumentar su energía y espíritu en el combate.
Durante la Segunda Guerra Mundial se mantuvo la tendencia de consumo masivo de alcohol, morfina y cocaína, pero unas nuevas drogas tomaron la delantera: las anfetaminas y metanfetaminas.
De forma rutinaria los soldados alemanes, británicos, norteamericanos y japoneses recibieron del Ejército estas drogas para combatir el sueño, estimular su valor y reforzar su resistencia física.
La Guerra Civil española tuvo lugar entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no siguió la tendencia general de la guerra moderna de convertir a los Ejércitos en los principales proveedores de sus sustancias psicoactivas.
Algunos expertos internacionales han señalado desde los años 40 que en la Guerra Civil española se utilizó por primera vez las anfetaminas para el combate.
Sin embargo, como explico en el Estudio preliminar a las memorias de Juan Alonso, esta afirmación se trata tan solo de un malentendido que se ha repetido hasta la actualidad. Lo que sí distribuyeron ambos ejércitos fue grandes cantidades de tabaco y alcohol.
Además, el Ejército de Franco también autorizó -e incluso suministró- kif (hachís), consumido por los soldados marroquíes alistados en los Tabores Regulares.
Sin embargo, ni el Ejército Republicano ni el rebelde administraron morfina, cocaína o anfetaminas de forma sistemática a los soldados para reforzar su desempeño en el combate. Tres fueron las razones principales:
Primero, ambos Ejércitos asumieron un discurso moral en torno a las nuevas masculinidades que desde comienzos del siglo XX se venía difundiendo en contra del consumo de drogas, las cuales se atribuían a bohemios, aristócratas decadentes, afeminados, homosexuales y prostitutas.
Segundo, el Ejército español -uno de los pocos ejércitos europeos ausentes en la Primera Guerra Mundial- permaneció en muchos aspectos anquilosado en el pasado. De este modo, no participó de algunas de principales corrientes y novedades de la guerra moderna, como fue el uso de drogas en beneficio de reforzar la actuación de los soldados en el campo de batalla.
Tercero, España carecía de una industria farmacéutica poderosa en contraste con Alemania, EEUU, Japón o el Reino Unido, donde las drogas jugaron un papel fundamental tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. Suplir de sustancias psicoactivas a los Ejércitos hubiera supuesto un gasto oneroso para una guerra marcada por la escasez y las dificultades para surtir adecuadamente la intendencia.
En cualquier caso, la falta de suministros periódicos de drogas a los soldados por parte del Ejército republicano y rebelde no significó que los combatientes en la guerra civil española no consumieran sustancias como la morfina y la cocaína.
De hecho, las memorias de Juan Alonso, recientemente publicadas, demuestran como hubo un aumento de su consumo, sustentado fundamentalmente a través de la auto prescripción.
Juan Alonso era un joven estudiante de medicina en la Universidad de Valencia y miembro de la Federación Universitaria de Escolar durante la Segunda República. Antes de 1936 ya había coqueteado con la cocaína y la morfina, pero fue durante la guerra civil española cuando se convirtió en morfinómano.
Al comenzar la guerra se presentó voluntario en unas milicias republicanas y durante el resto de la guerra sirvió como doctor en el Ejército Republicano.
Años después, tras superar la depuración franquista, también se convirtió en adicto a las anfetaminas y al alcohol.
Sus memorias, donde habla abiertamente de estas adicciones durante la Segunda República, la guerra civil y la dictadura de Franco, son un valiente y honesto testimonio del papel de las drogas en la España contemporánea.
*Jorge Marco es profesor de Política e Historia españolas de la Universidad de Bath.
Con información de BBC
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.