Cuando todavía era crío, un buen día me topé de bruces en televisión con la película de 1977 “La isla del doctor Moureau”. Catalogada entonces como “ciencia ficción”, recuerdo haber quedado perturbado por la colección de monstruosas criaturas salidas de la imaginación de H.G. Wells, autor de la novela en la que se basó el film.
El pobre Michael York, que era el náufrago protagonista de aquella cinta dirigida por Don Taylor, se las tenía que ver con un montón de criaturas híbridas humano-animal creadas por un científico loco (Burt Lancaster). Todos aquellos monstruos parecían nacidos de la fértil imaginación de un coetáneo de Wells que sentía predilección por el terror, el controvertido racista (y aun así literato genial) H.P. Lovecraft.
Cuando crecí y comencé a indagar sobre el método científico y sus héroes, deseché por completo la idea de que la vida real pudiera crear un villano como el literario doctor Moureau. La novela de H.G. Wells lo describía como un eminente fisiólogo que había sido expulsado de Londres después de que un periodista hubiese destapado sus horribles experimentos de vivisección. ¿Criaturas mitad monos mitad humanos? ¡Qué tontería! A ningún científico de bien se le ocurriría perder el tiempo con cosas así… pensé.
Pero no, resulta que si existió alguien así, un biólogo ruso llamado Ilya Ivanovich Ivanov que nació en 1870 (cuatro años después de que viniera al mundo H.G. Wells) y que a lo largo de su carrera consiguió muchos éxitos en su especialidad, que no era otra que la de la inseminación artificial, tecnología emergente a comienzos del siglo XX.
Se dice que Ivanov era capaz de extraer esperma a un único semental equino, e inseminar con su semen a 500 yeguas, un logro realmente impresionante en la época. Tal fue su éxito en estas tareas, que pronto se aburrió del conocimiento convencional, por lo que su mente comenzó a divagar con la posibilidad de hibridar especies lo suficientemente cercanas evolutivamente. Así fue como creó un ceburro (a partir de una cebra y un burro), híbridos rata-ratón y cobaya-ratón, y según puedo leer cierta abominación creada a partir de una vaca y un antílope (aunque esto último lo pongo en duda).
Las ansias de experimentar de Ivanov no se relajaron, de modo que en 1910 llegó a asegurarle a un grupo de zoólogos que, en teoría, se podría crear un híbrido entre humano y chimpancé, al que bautizó como “humancé”.
Curiosamente, Ivanov no fue el primero (y seguramente no será el último) que soñó con hibridarnos con nuestros parientes primates más cercanos. Hoy en día sabemos que tal cosa es imposible, ya que hace entre 7 y 13 millones de años que nuestro linaje evolutivo y el de los chimpancés se separaron, pero a comienzos del siglo XX la genética estaba aún en pañales. (Mención aparte merece la historia del chimpancé Oliver, famoso por caminar de forma erguida recurrentemente, y a quien sus cuidadores anunciaban como un híbrido con humano, aunque tal cosa se descartó en 1996).
Pero sigamos con Ivanov, que acabaría por convertirse en uno de los “niños mimados” del régimen soviético. Así fue, tras la revolución rusa en 1917, mientras trabajaba en el prestigioso Instituto Pasteur de París, los mandamases bolcheviques se fijaron en él y comenzaron a seguir su carrera. Finalmente en 1924 le llegó la oportunidad soñada en forma de financiación. Ni más ni menos que 10.000 dólares USA de la época y la oportunidad de trabajar con chimpancés en las instalaciones que la institución poseía en la por entonces llamada Guinea Francesa.
¿Cómo es posible que el régimen bolchevique financiara sus trabajos en África? La respuesta la podemos encontrar en las explicaciones que el propio Ivanov aportó a los mandamases rusos. “Mi idea es probar que la teoría de la evolución de Darwin es correcta, y que los chimpancés son nuestros parientes más cercanos”. Imaginad el golpe que esto supondría para la religión. Los comunistas simplemente se relamían pensando no solo en esto, sino en el golpe de efecto que la ciencia rusa le daría al mundo a través de la genética.
Hay que recordar que los nazis no fueron los únicos que propugnaron la eugenesia (la teoría que propugnaba el perfeccionamiento de la especie humana), si bien entre unos y otros había una diferencia fundamental. Y es que los rusos favorecían la eugenesia positiva (fomentar la reproducción de los “más aptos”) mientras que los nazis practicaron la eugenesia negativa (evitar que los considerados “menos aptos” se reprodujeran). No hace falta recordar que la aplicaron de forma brutal contra los no arios, esterilizando a la fuerza primero y aniquilando después a los “diferentes”, entre ellos judíos, gitanos, homosexuales o simplemente disidentes políticos.
Prosigamos. Cuando Ivanov llegó a África comenzó a hacer lo que mejor se le daba, transferir semen de un animal a otro. En 1926, en colaboración con su colega el cirujano Serge Vóronov, trasplantó un ovario humano a una hembra chimpancé, tras lo cual intentó inseminarla con esperma humano. Por lo que puedo leer, el intento no salió bien, a pesar de repetirlo en dos ocasiones más.
Cabría pensar que este fue el final de sus terribles experimentos, pero lo cierto es no fue así. Lo que intentó después fue incluso peor: extraer esperma de los primates e intentar inseminar con él a mujeres africanas (a las que por supuesto ni informaría ni pediría consentimiento). Básicamente, intentaba engañarlas diciendo que les iba a realizar un examen médico, momento que aprovecharía para inseminarlas con el esperma de un chimpancé. Si todo iba bien y algún óvulo humano era fecundado, ya habría tiempo de informar a las madres de la extraña criatura peluda que había traído al mundo. Afortunadamente el gobernador francés dijo que no, por lo que Ivanov abandonó África rumbo a Abjasia acompañado de 20 monos.
Pero seguía sin rendirse, así que una vez en su tierra comenzó a reclutar mujeres soviéticas que tuvieran interés en colaborar con la ciencia. Aunque parezca mentira, logró convencer a cinco voluntarias, aunque afortunadamente (para las mujeres) ninguno de los 20 monos que se llevó con él logró sobrevivir a los rigores del viaje y del clima. Así pues, aunque contaba con mujeres ya no tenía esperma de chimpancé.
Antes de que pudiera organizar una nueva expedición a África, la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética tuvo conocimiento de sus planes y le retiró su apoyo ya que, hacer algo así (y cito) “podría socavar la confianza de los africanos en los investigadores y doctores europeos, lo que haría problemática cualquier expedición futura que Rusia quisiera organizar a África”.
Así fue como se le acabó la suerte a Ivanov, que antes de que se pudiera dar cuenta sufrió el exilio en una de las tantas purgas contra científicos organizada por el gobierno soviético y murió poco después olvidado por todos. Como en el caso del ficticio doctor Moureau, sus ideas no solo no le llevaron a la gloria, sino a una muerte temprana. Si la historia le recuerda hoy es únicamente por haber protagonizado uno de los capítulos más oscuros e ignominiosos de la ciencia.