Al inicio de leer el comunicado no oficial sentí esperanzas de que podría terminar la delincuencia en México y en mi corazón pensé ¡El que nada debe nada teme! ¡Sí es hora de que el ejército actúe! Aún no acababa de dibujar mi sonrisa esperanzadora cuando me cayó de golpe las horas de conversación con viejos, muy viejos amigos, unos que vivieron de cerca quizás en otros tiempos y en otros modos (pero ligeramente rozando el comunicado de hoy; que bien podría ser un mensaje indirecto de su comandante supremo, nuestro presidente López Obrador) el día que los milicos* (Militares) se hicieron cargo de su país: Argentina.
Insisto diversas causas, culturas, ideas un sin fin de señalamientos que podrían terminar por concluir que no es lo mismo y si. Quien sabe… Pero no me puedo ir en paz está tarde sin contar esta historia…
¿Qué ocurrió en Argentina, el 24 de marzo de 1976? Recopilaciones no aptas para sensibles. Contenido con extrema dureza…
Argentina recuerda que un 24 de marzo de 1976, un golpe de Estado llevado a cabo por las Fuerzas Armadas del país instauró una dictadura cívico-militar que gobernaría el país hasta diciembre de 1983.
El golpe del 24 de marzo no alcanzó por sorpresa a muchos argentinos. En aquel momento el país vivía un momento de gran crispación y era el único de sus vecinos del cono sur que todavía no sufría una de las dictaduras militares que eran respaldadas en los 70 por Estados Unidos en el marco de la doctrina nacional de la Guerra Fría.
El 24 de marzo de 1976 la entonces presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón fue detenida y trasladada a Neuquén. Posteriormente, los militares ocuparon todas las estaciones de televisión y radio, cortaron la comunicación y emitieron su primer comunicado, que informaba de que el país pasaba a encontrarse “bajo el control operacional del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas” y recomendaba a todos los ciudadanos acatar las órdenes militares y policiales.
La junta militar, liderada por el teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier general Orlando Ramón Agosti, asumió el poder y bautizó al régimen como Proceso de Reorganización Nacional.
Tras el golpe, se implementaron el estado de sitio y la ley marcial, y se estableció el patrullaje militar en todas las grandes ciudades. Durante ese primer día, cientos de trabajadores, sindicalistas, estudiantes y militantes políticos fueron secuestrados de sus hogares, lugares de trabajo o en la calle. Muchos se encuentran desaparecidos desde entonces.
La jornada fue el primer día de una dictadura que, en palabras del periodista y escritor Rodolfo Walsh, implantó “el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina” y que posibilitó la imposición de un modelo de país autoritario, económicamente regresivo y socialmente injusto requerido por los centros de poder internacional y los grupos económicos concentrados.
Las Fuerzas Armadas llevaron a cabo operativos ilegales con la ayuda de la Triple A y otras bandas de derecha -organizadas, armadas y financiadas desde el Gobierno-. Tras el golpe, la dictadura potenció un modo represivo previamente ensayado: la metodología de secuestro-tortura-desaparición y la instauración de más de 500 centros clandestinos de detención como dispositivos de exterminio de los prisioneros y de diseminación del miedo hacia la sociedad.
La apropiación de menores fue una práctica sistemática de terrorismo de Estado que consistió en el secuestro, desaparición y ocultamiento de la identidad de hijos de detenidos- desaparecidos, muchas veces mediante partos clandestinos y adopciones ilegales, en el marco de la sangrienta dictadura militar autodenominada Proceso de Reorganización Nacional que se rigió en Argentina entre 1976 y 1983.
La Asociación Abuelas de Plaza de Mayo estima en unos 500 los niños que desaparecieron en esas circunstancias y cuya identidad ha sido sustraída, y es la principal organización de derechos humanos en impulsar la búsqueda, recuperación y atención especial de los mismos. Hasta junio de 2019, se ha restituido la identidad de 130 personas
Uno de los aspectos más aberrantes de la última dictadura argentina (1976-1983), fue el secuestro y desaparición de bebés de los detenidos-desaparecidos.
En la mayoría de los casos se trata de mujeres detenidas-desaparecidas que se encontraban embarazadas y fueron mantenidas con vida en los centros clandestinos de detención hasta el parto, con el fin de apropiarse de los bebés. Existen constancias de que en varias oportunidades estas mujeres fueron torturadas a pesar de estar embarazadas.
El siguiente es parte del testimonio que Adriana Calvo de Laborde prestó en el Juicio a las Juntas el 29 de abril de 1985:
Como experiencias terribles en este lugar tengo que contar el parto de Inés Ortega; Inés tenía en ese momento 16 o 17 años; era por supuesto su primer hijo, estaba muy asustada, unos días antes de su parto comenzó con contracciones y nosotras comenzamos a 11 al cabo de guardia, así se hacían llamar; después de horas conseguimos que nos atendieran y les explicamos que estaba con contracciones, y dijeron que iban a traer a un médico; varias horas después llegó una persona de barba, delgado, morocho, lo pude ver porque después tuve oportunidad de conocerlo en circunstancias muy particulares… y por otra parte sé que se trata del doctor Bergés, que está con prisión preventiva ordenada por el juez PIAGGIO, porque lo reconocí con posterioridad; ese doctor nos sacó de la celda a Inés y a mí, ya que estaba yo embarazada, aunque yo no tenía contracciones; nos llevaron prácticamente a la rastra, escaleras arriba, en una escalera de cemento, donde nos golpeábamos en todos los escalones; nos tiró en el piso y en menos de tres minutos nos hizo un tacto a cada una; era sin duda un médico obstetra; dijo que estábamos perfectamente bien y nos volvieron a tirar en la celda; unos días después, comenzó el trabajo de parto de Inés ORTEGA; yo, que era la mayor, que ya había tenidos dos hijos, me encargué de estar con ella mientras las demás pedían a los gritos ayuda; estuvimos todas gritando al cabo de guardia para que viniera; Inés tenía contracciones cada vez más seguidas, yo trataba de decirle que la respiración abdominal, que el jadeo; estaba tirada en el piso, desesperada; por fin, muchas horas después, comenzó su trabajo de parto por la mañana y vinieron a buscarla muy tarde a la noche, se la llevaron al cuarto de al lado, el mismo que usaban para torturar, la subieron a la mesa y vendada, oíamos sus gritos, oíamos las risas de los guardias, oíamos los gritos del médico y por fin oímos el llanto del bebé; había nacido un varón en perfectas condiciones aunque no lo crean; lo oímos durante un día que lo tuvieron en una celda chiquita, que había al lado de la nuestra; ella nos contó después que la dejaron con su bebé; después le dijeron que el coronel lo quería ver y que se lo iban a entregar a los abuelos; Inés no volvió con nosotras, nunca más aparecieron ni Inés ni su bebé, ella le puso Leonardo y nació el 12 de marzo de 1977, y estaba en perfectas condiciones.
La dictadura confeccionó un reglamento secreto para establecer el procedimiento en estos casos y organizó maternidades clandestinas dentro de los centros clandestinos de detención o en sus cercanías, con médicos y enfermeras bajo mando militar. Típicamente, una vez producido el parto, se asesinaba a la madre y se confeccionaban documentos falsos para el bebé, suprimiendo su identidad.
Los bebés eran entonces entregados a parejas que, en la mayoría de los casos, eran cómplices o encubridoras del asesinato de los padres biológicos y de la supresión de la identidad de los niños. En algunas oportunidades, los niños fueron inscritos como propios por los apropiadores y, en otros, mediante adopciones ilegales.
Se estima que unos 500 niños fueron secuestrados-desaparecidos. Esos niños crecieron sin saber quiénes eran ellos, quiénes eran sus padres y en qué circunstancias nacieron.
La niña que sobrevivió a las torturas de la dictadura argentina
La historia de tres hermanos secuestrados cuando eran niños es la fibra de un nuevo juicio por los crímenes de la dictadura argentina (1976-1983). La mayor estuvo desaparecida tres meses. Su testimonio es de los más crudos que se han oído en los tribunales que juzgan estos delitos desde la reapertura de las causas en 2003, y muestra que las secuelas del terrorismo de Estado son permanentes. “Yo tenía doce años”, dice Marcela Quiroga frente a los jueces. En una pantalla puede mirar también a los acusados, cinco exmilitares que participan por videoconferencia desde la cárcel.
El 6 de septiembre de 1977, los acusados rodearon una casa precaria del barrio Unión Villa España de Berazategui, un suburbio al sur del Gran Buenos Aires. Allí se escondían dos integrantes del área de Prensa de la organización armada Montoneros. María Nicasia Rodríguez alcanzó a refugiar en el baño a sus tres hijos: Marcela (12), Sergio (9) y Marina (de un año y medio). “Pórtense bien, que mamita los quiere”, les dijo, cerró la puerta y resistió el ataque a tiros junto a Arturo Alejandrino Jaimez, Silver, otro militante que vivía en la casa. Ambos murieron.
Los militares acusados integraban el Batallón de Comunicaciones de Comando 601 de City Bell. Dijeron que todo ocurrió durante un operativo rutinario de “control poblacional”. La fiscalía los imputó por dos homicidios calificados y haber hecho posible el calvario que padecieron los niños, un “crimen de genocidio y delito de lesa humanidad”.
“Me llevaron a señalar casas, lugares, vecinos”, contó Marcela a los jueces. “Preguntaban por mi árbol genealógico y toda relación que podíamos tener. Dije todo lo que sabía. Pero algunos estaban enojados y me pedían más. Me asusté y di una dirección inventada. Entonces me llevaron a una pieza, me golpearon y me retorcieron los pezones. Yo tenía 12 años e iba por mi segunda menstruación. Recién en 2013, al declarar en otro juicio, pude ponerle palabras a esto, que fue un abuso sexual”, dice.
Criada en un hogar peronista humilde que se radicalizaba al ritmo de la época, la niña sabía muchas cosas, pero en fragmentos. Que Perón había echado a Montoneros de la Plaza y que la vida familiar crujía, que ahora vivían en la clandestinidad y que por eso no iban a la escuela. Sabía lo que eran un mimeógrafo y una picana eléctrica (su padre había sido secuestrado en 1974), y que los que caían desaparecían. Ahora analiza: “La pérdida de la identidad empieza antes, cuando uno no puede decir su nombre porque le puede pasar algo. Algo que finalmente nos pasó”.
Marcela Quiroga estuvo tres meses desaparecida, controlada por los verdugos Fresco y Francés. Pasó por el Regimiento de La Tablada y los centros de detención Vesubio y Sheraton. Sufrió torturas y amenazas. Debió caminar a ciegas sobre otros cuerpos y usar un baño electrificado, oír los gritos de la tortura y las crisis de nervios de las detenidas arrancadas de sus hijos. “Tenía terror, pero no conciencia. Y una parte mía se mantenía pensando que mi mamá iba a volver”, dijo en el juicio. Su padre, Sipriano Tallo Quiroga, sostuvo que fue posible que el arzobispo Antonio Plaza supiese dónde tenían secuestrada a su hija: “Me mandó a decir que iba a aparecer, y al tiempo apareció”.
Los hermanos menores de Marcela estuvieron cautivos unos diez días. “Ahí yo tuve que hacer de mamá y papá de Marina, y tenía nueve años”; dijo Sergio. “Desde un punto de vista cristiano, los perdono. Pero pido justicia”. Finalmente, los dos hermanitos fueron localizados por su padre mediante un sacerdote que conocía juzgados por su trabajo con niños huérfanos. Marina, la bebé, era hija de una pareja posterior de Nicasia (el uruguayo Guillermo Fernández Amarillo, desaparecido). A sus tíos les dijeron que la niña estaba en Chile, en manos de militares.
Entre la vida y la muerte
En 2007, el Equipo de Antropología Forense (EAAF) identificó a Nicasia en el cementerio municipal de La Plata, 60 kilómetros al sur de Buenos Aires. El Ejército sabía su nombre, pero la sepultó como N.N., uno de los métodos de desaparición más usados. “El proceso de buscarla fue angustiante. Por suerte la encontramos. Se le lleva flores. Pido justicia por los que no están y por nosotros, que sufrimos el desarraigo de que nos quiten todo”, contó Marina a los jueces.
El cuerpo de Silver no apareció. En el juicio se incorporó la tesis doctoral Mary, entre la vida y la muerte (Universidad Nacional de Buenos Aires, 2007), escrita por María Inés Sánchez, una antropóloga social que reconstruyó los hechos y analizó los engranajes burocráticos de la desaparición y la identificación. Sánchez llegó a la historia por una búsqueda que fue profesional y también personal. Su madre, Silvia Corazza, que está desaparecida, conoció y cuidó a Marcela en el centro de torturas Vesubio. Corazza estaba embarazada de su segunda hija, que nació a fines de 1977 y, de milagro, pudo reunirse enseguida con su familia. “Con Marcela estábamos destinadas a hermanarnos”, dice Inés Sánchez.
Marcela también conoció al escritor desaparecido Héctor Oesterheld, autor de El Eternauta, un clásico de la historieta argentina. Pese al horror, él le hablaba de literatura e historia y la hacía jugar al hockey “con un palito” para que le diera el sol. “Yo me fui y ellos se quedaron, y son estrellas que me iluminan”, dice Marcela. “No sé cómo hice este camino terrible, pero si sobreviví es para decirlo”.
Las mujeres, botín de la dictadura argentina
Los delitos sexuales perpetrados contra las mujeres secuestradas durante la dictadura argentina estuvieron silenciados durante décadas. Comenzaron a conocerse de a poco, como casos sueltos, ante los tribunales, pero desde 2011 se investiga su uso “como un mecanismo sistemático, no aislado”, en palabras del juez de instrucción Sergio Torres. El magistrado participó este jueves en la inauguración de una muestra que relata los abusos sufridos por las detenidas en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), el mayor centro de detención del último régimen militar argentino (1976-1983).
“En 1976, el abuso sexual era lo habitual. No se salvó ninguna compañera. Algunas pudieron decirlo, otras enloquecieron”, asegura Graciela García Romero, superviviente de la ESMA. García Romero tiene el rostro serio y las manos empapadas de sudor. Es la segunda vez que regresa al lugar donde sufrió torturas, malos tratos y permaneció dos años detenida, junto a numerosos compañeros que a día de hoy siguen desaparecidos. Dudó hasta el último minuto, pero al final se presentó animada por la necesidad de enfrentar “un tabú”. Hoy el lugar funciona como un museo dedicado a la memoria.
García Romero ha denunciado a Jorge Eduardo El Tigre Acosta por abusar de ella en un lugar ajeno a las instalaciones militares, donde era trasladada cada cierto tiempo junto a otras mujeres. “No fue una situación de violencia porque no era imprescindible, ya estaba secuestrada. La situación de violencia la vivía todos los días. De ahí me volvieron a llevar a los grilletes y a las esposas”, relató ante el tribunal del segundo juicio por los crímenes perpetrados por la ESMA.
J. P. O., otra secuestrada que estuvo detenida en la ESMA, recordó ante los jueces cómo fue abusada después de ducharse. “Como tenía miedo, me había bañado vestida. Y fueron sacando a la gente que había subido conmigo y me dejaron sola. Hice bastante escándalo, mordí, intenté defenderme, la amenaza constante es que iba a ser peor”, señaló esta víctima de su llegada a la ESMA, en 1977.
Algunas de las supervivientes contaron que fueron manoseadas y abusadas con los ojos cubiertos por la capucha que les obligaban a llevar a todas horas. “No los pude identificar. El no poder ver es muy terrible, uno no puede defenderse, ni saber dónde está, no poder ver a la persona”, declaró A. M. en el segundo juicio por los crímenes perpetrados en este centro clandestino de detención, que funcionó en una de las zonas más prósperas de Buenos Aires, frente a la avenida Libertador, y por el que pasaron cerca de 5.000 hombres y mujeres.
Ser obligadas a desnudarse frente a sus secuestradores, no poder ducharse después de haber sido violadas, recibir golpes en sus partes íntimas y tener que entregarles compresas empapadas en sangre para que les diesen una limpia son otras de las violencias descritas por las 28 supervivientes incluidas en la muestra Ser mujeres en la ESMA.
Las actuaciones en la causa que investiga estos delitos contra la integridad sexual tienen carácter secreto y el nombre de casi todas las víctimas se mantiene en reserva “para evitar exponerlas y revictimizarlas”, dice el juez Torres.
Algunas de las secuestradas confesaron que una vez que caían en manos de los militares asumían que iban a sufrir abusos. “Las mujeres éramos su botín de guerra”, dijo ante los jueces S. L. “Es algo muy habitual la violencia sexual. Y utilizar o considerar a las mujeres como parte del botín es un clásico en todas las historias represivas de las guerras. Son innumerables los casos y en esto no fue una excepción”, agregó. El nuevo auge del feminismo en todo el mundo ha ayudado a muchas de las detenidas a poder poner en palabras lo que sufrieron durante su detención.