“Nuestra gente respeta a los pueblos ruso y ucraniano”, afirma Savvo Dobrovic. “No he notado ninguna mala relación”.
Parece la fórmula perfecta para la crispación y el enfrentamiento: decenas de miles de personas de bandos opuestos en una guerra encarnizada y prolongada llegan a una pequeña nación balcánica con recuerdos muy recientes de su propio conflicto.
Sin embargo, Montenegro ha sabido hasta ahora gestionar la llegada.
Desde febrero de 2022, refugiados ucranianos y exiliados rusos se han dispersado por Europa huyendo de la guerra, el servicio militar obligatorio y el gobierno de Vladimir Putin.
Más de cuatro millones de personas han huido de Ucrania en busca de protección temporal en la Unión Europea (UE), en Alemania, Polonia y otros países.
Pero fuera de la UE, Montenegro ha acogido a más de 200.000 ucranianos, lo que lo convierte en el país con mayor población de refugiados ucranianos per cápita del mundo.
“Los montenegrinos son muy pacientes, son gente que quiere ayudar”, asegura Dobrovic, propietario de una vivienda en el destino turístico de Budva, en el mar Adriático.
La palabra polako, que significa “despacio”, forma parte de su modo de vida.
“Me asombra: son un pueblo de montaña, pero de ese temperamento bullicioso sólo les queda el deseo de abrazarte”, dice Natalya Sevets-Yermolina, quien dirige el centro cultural ruso Reforum en Budva.
Montenegro, miembro de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y aspirante a la adhesión a la UE, no ha estado exento de problemas.
Tiene una importante población de la etnia serbia, muchos de los cuales simpatizan con Rusia, y seis diplomáticos rusos fueron expulsados hace dos años bajo sospecha de espionaje.
Pero ha recibido elogios por su respuesta a la crisis de los refugiados, en particular por su decisión de conceder a los ucranianos el estatuto de protección temporal, que ahora se ha prorrogado hasta marzo de 2025.
Las cifras más recientes, de septiembre del año pasado, muestran que más de 10.000 se habían beneficiado de ese estatuto, y la ONU dice que 62.000 ucranianos habían registrado algún tipo de estatus legal para entonces. Esto supone casi el 10% de la población de Montenegro.
Otras miles de personas han llegado de Rusia o Bielorrusia.
Para todos estos grupos, Montenegro resulta atractivo por su régimen de exención de visados, su idioma similar, su religión común y su gobierno pro Occidente.
Esa acogida no siempre se extiende a su calidad de vida.
Aunque hay muchos empleos para inmigrantes en las zonas costeras, suelen ser por temporada y mal pagados. El trabajo profesional de mejor calidad es más difícil de encontrar. Los más afortunados han podido conservar los empleos que tenían en su país, trabajando a distancia.
Otra dificultad es que aquí es casi imposible obtener la nacionalidad, un problema para quienes, por la razón que sea, no pueden renovar sus pasaportes.
Desde hace años hay una fuerte presencia rusa en Montenegro, que tiene fama, quizás injusta, de ser el patio de recreo de los más ricos.
Muchos rusos y ucranianos tienen propiedades o conexiones familiares, pero también hay un gran porcentaje que acabó aquí casi por casualidad, sintiéndose completamente perdido.
Para ellos se creó el centro de acogida sin ánimo de lucro Pristaniste (Refugio).
Con sede en Budva, ofrece a los recién llegados más desesperados un lugar seguro y una cálida acogida durante dos semanas, mientras se recuperan.
Se les ayuda con la documentación, a buscar trabajo y vivienda, y los ucranianos también pueden venir durante dos semanas como “vacaciones” de la guerra.
Valentina Ostroglyad, de 60 años, llegó aquí con su hija hace un año desde Zaporiyia, una capital regional del sureste de Ucrania que sufre bombardeos rusos recurrentes y mortíferos.
“Cuando llegué a Montenegro no podía soportar los fuegos artificiales, ni siquiera que se cayera un tejado: lo asociaba con esas explosiones”, explica.
Ahora trabaja como profesora de arte y disfruta de su país de adopción: “Hoy he subido a un manantial, he admirado las montañas y el mar. Y la gente es muy amable”.
La persistente crudeza de la guerra hace que los ucranianos sigan viniendo, incapaces ya de soportar el dolor y el sufrimiento en casa.
Sasha Borkov, conductor de Járkov, se vio separado de su mujer y sus seis hijos, de edades comprendidas entre los cuatro y los 16 años, cuando abandonaron Ucrania a fines de agosto.
Le denegaron la entrada en la frontera polaca, ya que antes había estado en la cárcel en Hungría por transportar inmigrantes irregulares y tiene prohibida la entrada en la UE.
A su familia le permitieron seguir hasta Alemania, mientras que a él, tras unos tensos días viajando por Europa, por fin lo dejaron aterrizar en Montenegro.
Visiblemente estresado y agotado, describió cómo la guerra había acabado por expulsarlos a él y a su familia de su hogar.
“Cuando ves y oyes todos los días que destruyen casas, que matan a gente, es imposible expresarlo”, dice.
“Nuestro apartamento no ha sufrido daños, pero las ventanas se rompen, y [las bombas] están cada vez más cerca”.
Borkov afirma que había considerado la posibilidad de ir a Montenegro desde el comienzo de la guerra: “[Pristaniste] me acogió, me dio comida y bebida, un lugar donde quedarme. Descansé y luego empecé a buscar trabajo”.
Ya ha encontrado trabajo y su familia está a punto de reunirse con él aquí. Está solicitando protección temporal y una plaza en un centro de refugiados ucraniano.
En otro lugar de Budva, Yuliya Matsuy ha creado un centro infantil para que los ucranianos reciban clases de historia, inglés, matemáticas y arte o, simplemente bailen, canten y vean películas.
Muchos estaban traumatizados por la guerra, dice: “No les interesaban las montañas ni el mar, no querían nada”.
“Pero cuando empezaron a interactuar, sus ojos sonreían. Las sonrisas y emociones de esos niños eran algo imposible de expresar. Y sólo entonces comprendimos que estábamos haciendo lo correcto”.
Ahora la mayoría están asentados. Los más pequeños aprendieron montenegrino y ahora asisten a escuelas locales, mientras que los mayores han continuado su aprendizaje a distancia en escuelas ucranianas.
Ambas organizaciones benéficas cuentan con voluntarios rusos, lo que ha contribuido a fomentar las buenas relaciones entre las comunidades rusa y ucraniana de aquí.
En otras partes de Europa se han producido roces ocasionales. Al principio de la guerra, Alemania registró un aumento de los ataques a ucranianos y rusos.
Sin embargo, en Montenegro apenas han ocurrido.
Aquí se respira tolerancia, y Pristaniste y sus voluntarios han contribuido a fomentarla.
Sasha Borkov distingue entre los rusos que ha conocido en Budva y los que luchan en la guerra de Ucrania.
“Aquí la gente intenta ayudar; no hacen nada contra nuestro país, contra nosotros, contra mis hijos, (a diferencia) de los que disparan y destruyen nuestras casas y dicen que nos están liberando”.
Han surgido amistades entre voluntarios y residentes y entre residentes, y una pareja ruso-ucraniana que vivía en Pristaniste se ha casado recientemente.
La empatía es un factor importante. En una reciente conferencia en Budva de la periodista Olha Musafirova, afincada en Kiev, sobre su trabajo, los rusos del público lloraron, horrorizados por las acciones de su país.
Para la actriz ucraniana Katarina Sinchillo, las diásporas rusas pueden variar y la de Montenegro es “sensible”.
“Creo que la gente que vive aquí es una comunidad algo diferente, porque es la intelectualidad”, dice, “gente educada que no puede vivir sin las artes”.
Los proyectos conjuntos ruso-ucranianos son cada vez menos frecuentes.
Pero Sinchillo montó aquí un teatro, con su marido y también actor Viktor Koshel, utilizando actores de toda la antigua Unión Soviética.
Sus obras tienen mucho público, dice: “Los rusos progresistas, que ayudan a Ucrania, van con interés y placer”.
Koshel afirma que el entorno aquí es perfecto para este tipo de contactos. “Aquí el campo es paradisíaco, te aleja de esos estados de ánimo urbanitas, sombríos, depresivos, de propaganda política, etc. Vas al mar y todo eso desaparece”.
También han colaborado con el veterano músico de rock ruso Mijaíl Borzykin, que ha visto grandes cambios en la diáspora rusa en los últimos tres años.
Antes de la guerra, dice, las “fuertes discusiones” sobre Putin en la comunidad rusa eran habituales, pero la reciente afluencia de inmigrantes antibelicistas creó una atmósfera diferente.
“La inmensa mayoría de los jóvenes que han venido aquí comprenden, por supuesto, el horror de lo que está ocurriendo, así que hay acuerdo sobre las cuestiones principales“, comenta.
En cuanto a los antiguos miembros pro Kremlin de la élite corrupta rusa, a los que llama la diáspora vatnaya, están tranquilamente sentados en las propiedades que compraron en Montenegro hace años.
“Los conflictos no se airean en público”, afirma.
Borzykin forma parte de un grupo de voleibol de rusos, bielorrusos y ucranianos y dice que están “todos en la misma onda”.
A pesar de la relativamente cálida acogida, el futuro de algunos inmigrantes sigue siendo incierto.
Las estrictas leyes de inmigración implican que muchos de ellos no podrán permanecer aquí indefinidamente.
La mayoría de los ucranianos parecen dispuestos a regresar a casa si la guerra termina, suponiendo que aún tengan hogares a los que ir.
“Actualmente nuestras vidas están muy amenazadas, pero si termina, por supuesto que volveremos a casa“, dice Sasha Borkov. “No hay ningún sitio mejor que el hogar”.
Pero la mayoría de los rusos dicen que hará falta mucho más que la caída del régimen para convencerles de que vuelvan definitivamente.
Natalya Sevets-Yermolina, de la ciudad septentrional de Petrozavodsk, asegura que no tiene prisa.
“Tengo el problema de que no es Putin quien me persigue, sino esa gentuza con la que vivía en la misma ciudad”, dice. “Putin está lejos, pero los que cumplen sus órdenes permanecerán, aunque muera pronto”.
Borzykin afirma que tampoco es probable que regrese pronto, ya que las actitudes podrían tardar décadas en cambiar.
“Alemania necesitó 30 años [después de los nazis] hasta que llegó la nueva generación. Me temo que no tendré ese tiempo“.
Con información de BBC News.