Ante mi pasotismo, mi madre, con una cultura donostiarra que no disimulaba, encargó en la desaparecida Casa Balcazar de Gijón una ropa blanca de esas que son para toda la vida. Y era cierto lo de para toda la vida, porque mis sábanas han durado mucho más que mi matrimonio. Desde entonces, he ido tirando de las de algodón egipcio de 600 hilos, de las de batista bordada y –en un alarde arriesgado y mucho más hippy– de las de Tolrá con embozo de color. Y así, alegremente, han ido pasando los años.
Bueno, pues lo crean o no, en los primeros días de la pandemia, en plena fiebre del orden, me encontré con unas misteriosas sábanas sin estrenar, casi transparentes, almidonadas y atadas con un lazo… Entonces descubrí el nipis, un tejido finísimo que se realiza con una fibra filipina tan exótica y cara como el cuerno del unicornio. En este punto he de avisar que el que duerme en sábanas nipis se puede dar de por vida desvelado, pues no querrá volver a dormir en otras, ya que ante unas sábanas nipis, las de lino se convierten casi en arpillera. Encima, a esto hay que añadir la ruina definitva, por su precio, sin contar con el latazo que dan –plancharlas humedeciéndolas, almidonarlas y doblarlas en perfectas condiciones–. Aunque nada supera la emoción de deslizarse en una cama vestida con nipis, es una de esas experiencias que hace que te sientas más top que Paris Hilton.
Si nos queremos poner estupendas en cuestión de ropa de cama, y hacerlo un poco más complicado, también tenemos el hilo de Holanda – que hay que plancharlo con con apresto para dejarlas un poco tiesas, sensación que, por cierto, hay que experimentar– o el algodón egipcio, que nunca debe tener menos de 600 hilos –el número de los hilos mide la cantidad de ellos por pulgada: cuantos más, mejor–. Y, por favor, cuidado con las sábanas de raso y esas cosas brillantes en colores oscuros tipo 50 sombras de Grey , entre otras confidencias y sin ánimo de destrucción, cualquier pellejito, herida o uña mal limada se engancha… Un infierno nada sexy.
Para ofrecer un poco más de luz en esta materia, quiero compartir tres claves que me agradecerán toda la vida y en las que encontrarán la mejor ropa de casa. Los Encajeros, creada por Manuel Mendoza hace 140 años en Las 7 calles de Bilbao y tiene como clientes a los grandes duques de Luxemburgo o las mejores casas de Palm Beach; Irulea, esta clásica tienda de ropa de niño y lencería femenina ubicada en la parte vieja de San Sebastián se hizo famosa por vestir a la princesa Charlotte; y Matarranz, una firma instalada en la madrileña calle de Atocha que se dedica al textil del hogar, aunque en un principio se dedicó a los pañuelos de hombre.
Con todas esta información, y dado el considerable desembolso que supone, debemos definir el tipo de ropa de cama que vamos a usar, que es casi como elegir a ciegas qué quieres ser en la vida: podemos optar por el juego de sábanas de siempre, tan español, con su embozo o su manta de algodóno, su colcha de piqué… o vendernos al extranjero y comprar un edredón, costumbre importada de los países nórdicos, con su funda y sábana –como los yanquis–. Aquí el dilema está en los rellenos: de pluma, ganso, oca… Y ya puestos a ello, deberiamos decidir si utilizar uno gigante —como los ingleses– o dos individuales —como los alemanes—.
Todo esto, queridos lectores, son cuestiones prematrimoniales importantísimas a debatir en profundidad antes de que les adjudiquen un libro de familia, cosa que casi nadie hace… y así nos va.
Con información de Vanity Fair