Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 300 millones de personas en el mundo conviven con este trastorno mental, cuya incidencia aumentó más del 18% entre 2005 y 2015.
La depresión da nombre a una serie de formas, descripciones y vivencias distintas, pero no siempre fue así.
Hubo un tiempo en que se sufría con otros términos, pero la propia recurrencia del diagnóstico de depresión ofrece pistas de cómo está nuestro sistema de deseos y elecciones en los últimos 40 años, explica el psicoanalista Christian Dunker.
Profesor titular en el Instituto de Psicología de la Universidad de Sao Paulo (USP), Dunker acaba de publicar el libro Una biografía de la depresión (Ed. Paidós).
En él, la depresión cobra voz para documentar su historia y presentar a sus familiares, narrando su existencia y sus relaciones con el trabajo, la cultura y la economía.
El psicoanalista, que es coordinador del Laboratorio de Teoría Social, Filosofía y Psicoanálisis de la USP, donde investiga las formas del sufrimiento en el neoliberalismo, afirma que poner el foco en los deberes y los resultados ha inhibido las preguntas sobre los anhelos de cada uno.
Las causas de aquello que nos hace sufrir dejaron de importar y una lista de síntomas pasó a dar respuestas donde debería haber más preguntas, alega.
“La depresión y la ansiedad acaban siendo dos formas de sufrimiento que van compactando la narrativa, hasta el punto de que el tema termina reduciéndose a ‘soy un depresivo’. Parte de la depresión es esa renuncia a contar tu propia historia y compartirla con el otro“, afirma Dunker en entrevista con BBC News Brasil.
“Durante 40 años, la gente miró la depresión simplemente como un efecto del déficit de neurotransmisores. Por tanto, no importaba cómo hablaras de tu vida, a quién, cómo te entendieras a ti mismo. Ahora estamos pagando la factura de esos años en los que, entre otras cosas, no se invirtió en lo que podemos llamar instancias protectoras”.
Si hay una profilaxis para la depresión, debe pasar por el cuidado de uno mismo y de los propios límites, explica el autor.
“No necesitamos un batallón de psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, especialistas en síntomas. Necesitamos mucha gente que esté atenta al sufrimiento, precisamos transmitir prácticas que les permitan a las personas cuidarse y prevenir, cada cual a su manera”.
Te presentamos la entrevista de Dunker con BBC News Brasil, editada a efectos de concisión y claridad.
—¿Cómo se convirtió la depresión en el diagnóstico más frecuente para describir las formas de sufrimiento mental en nuestra época?
—Hay varias condiciones para que las personas elijamos una determinada forma de sufrimiento como aquella que mejor nos representa. Eso ocurrió a lo largo de la historia con la histeria, la hipocondría, la melancolía. Da la impresión de que una palabra representa cada vez a más gente hasta que se agota y precisa ser reemplazada por otra, ya que comienza a representar tantas variantes de sufrimiento que pierde su efectividad en cuanto a gramáticas de reconocimiento.
Se eligió “depresión” y no otra principalmente porque desde los años 70 es una forma de sufrimiento en la que el conflicto no aparece como algo tan fundamental, sino el juego de intensidades: nuestros afectos, estados de ánimo, nuestra motivación. Eso pasa a ser muy valorado precisamente en ese momento histórico en el que las personas empiezan a mirar su propia vida como si fuese una empresa, como si pudiera medirse por los resultados; la gente entra en una cultura de las evaluaciones.
En la década de 1970 surge la idea de que no hay límites, que la gente puede y debe ser feliz, como dice la definición de salud de la OMS: el estado más completo de bienestar biológico, psíquico y social. Si eso no es una idealización de lo que alguien puede esperar de la vida, ¡entonces no sé lo que es!
En comparación con eso, ganan visibilidad quienes tienen otra forma de funcionar, quienes están en otro tiempo, quienes no consiguen afrontar la lógica de producir y consumir, porque es como si estuviesen ofendiendo no solo a sí mismos y sus familiares, sino a todos nosotros y el sistema. Alguien que no quiere salir de la cama, alguien que ha perdido la voluntad es alguien que ha perdido el deseo en una cultura donde el deseo es abundante, libre e identificado con el consumo; de ahí la visibilidad de esta forma de sufrimiento.
—¿Cuáles son las consecuencias de apagar el conflicto?
—Hay teorías que valoran el conflicto, el choque, pero también hay otras que dicen: “Mira, el enfrentamiento no es tan importante”. Pienso que esas otras maneras de pensar corresponden al momento actual.
Recordemos 1989, año en el que cayó el Muro de Berlín. Y del fin de las utopías, de la Guerra Fría, de un mundo en que la gente tenía una idea muy clara de la derecha y la izquierda, Oriente y Occidente. Ese es el mundo del conflicto.
Esa premisa va siendo reducida y aparece una nueva forma que dice así: en el fondo, el conflicto solo existe para quien no sabe manejar las cosas y no se sabe organizar. Porque en una vida con estructura de listado en la que el objetivo es relativamente simple, el conflicto que usted tiene es local, cómo realizar tareas y entregar resultados.
Si la gente se orienta hacia eso, no tiene motivo para preguntarse el porqué de esa tarea o de aquella otra, el foco está en el resultado, en el fin. Con eso, la gente pierde el enfoque en el proceso. Si usted entrega el resultado, está bien.
—¿Cómo se presenta esto en el día a día?
—Si tienes que quedarte hasta la noche para entregar tu nota, lo haces; si tienes que trabajar el fin de semana, lo haces; si tienes que perjudicar a alguien, lo haces también. Es decir, hemos ido creando un esquema de relaciones profundamente perjudicial para nuestro propio cuidado y para nuestra subjetividad.
La desactivación del conflicto tuvo mucho éxito porque hizo que las empresas descubrieran que, al aumentar el sufrimiento de las personas, se aumentan los resultados y el rendimiento.
Eso también se ha visto acelerado por el lenguaje digital y la formación de las redes sociales. Si tengo un conflicto contigo, le doy a borrar, te dejo de seguir, cancelo.
Son dos procedimientos básicos que tienen mucho que ver con la emergencia de la depresión. Primero, ante los contratiempos, ajusta la realidad: cámbiate de país, de casa, de relación o de entorno. En segundo lugar, cambia el paisaje mental: toma una cosa, esnifa otra, toma otra para dormir, para despertar, para tener sexo… Si construyes una buena realidad, todo va a estar bien. ¡No, todo va a estar deprimido!
—¿Por qué el discurso contemporáneo sobre la depresión está marcado por la individualización del sufrimiento como “aquel que fracasa solo”, “el que se queda al margen” y el que “no rinde lo suficiente”?
—La depresión tiene un mecanismo importante que es la autoevaluación. Freud decía que el superyó observa, juzga y castiga. El superyó es una interiorización de una cierta versión de la ley, frecuentemente patológica y obscena. Es una versión de la ley que es su ley.
Deleuze, Foucault y varios críticos señalaron el momento en que ya no se necesita más un patrón que esté amenazándote y gritando. Al contrario, el gerente es blando, ameno, tiene valores humanistas. Pero saber activar en ti esa autoevaluación que ya está en todos nosotros pero, digamos, tiene preferencia en el deprimido.
“Estoy hablando con ella ahora, ¿será que estoy siendo interesante?”. Cuando me autoevalúo, no estoy ya contigo, estoy en ese circuito del superego. Eso produce cansancio porque es como llevar una doble vida: estoy con las personas y estoy en paralelo en esa contabilidad íntima. Sabemos que el cansancio se abre a una correlación con la depresión.
En ese contexto, la ansiedad es como hacer valer esa ley de “yo controlo”. Yo controlo el exterior. Si no lo controlo es porque no tengo los medios, el dinero, el poder ni la fama para hacerlo. Y controlo el interior, tomando una pastilla, meditando.
Esa idea del control transforma mi relación con el deseo, todavía por nombrar, en una relación con metas y cosas de las que puedo dar cuenta. Eso es terrible, porque, de vuelta al proceso depresivo, me voy a empezar a relacionar con mi deseo transformándolo en exigencias, tareas. Te empiezas a preguntar repetidamente: “Pero ¿qué será lo que quiero?” y empiezas a responderte de una manera típicamente depresiva que es “no quiero eso, no quiero aquello tampoco”.
Eso funciona como una inhibición del deseo y ya no consigo levantarme de la cama. Estoy produciendo una inhibición del deseo porque el deseo me causa ansiedad, ya que está ligado a medidas que no alcanzo.
Eso deriva en una degradación del yo, un sentimiento de inferioridad y la progresión de esa culpa que tan a menudo caracteriza al depresivo.
Tiene además relación con el placer. Una persona depresiva cruza cierta frontera cuando comienza a percibir que tiene un problema con la capacidad de sentir placer. Toma el mismo vino, baila con la misma mujer, ve el mismo deporte, lee el mismo libro y no tiene aquella satisfacción que tuvo algún día. Muchas veces eso viene por la dificultad del depresivo de sostener cadenas de satisfacción más largas, que implican que se encuentre satisfacción durante el proceso y no solo en el fin. Algo característico son los placeres rápidos, cortos y que están a mano.
De ahí se ve la morbosa y frecuente coalición del depresivo con el alcohol y ciertas adicciones como a la pornografía.