Miles de mujeres han salido una vez más a las calles para gritar su furia acumulada, su dolor transformado en consignas, en una demanda colectiva de justicia que sigue sin ser respondida.
El hallazgo en Teuchitlán, Jalisco, de un horno crematorio clandestino donde se presume que habrían sido incineradas, al menos, 200 personas, además de ser una noticia perturbadora, puede ser leído como un síntoma de una crisis civilizatoria, pues cuando la muerte se industrializa, cuando el exterminio se convierte en un proceso sujeto a la eficiencia técnica, nos enfrentamos no sólo a una cuestión de criminalidad, sino a la fractura misma del tejido humano. Se ha cruzado un umbral en el que la vida se ha reducido a material desechable, quemado, olvidado, convertido en ceniza sin historia ni duelo.
Desde esta perspectiva, la violencia extrema que asola a México no puede ser comprendida únicamente en términos de criminalidad organizada. Debe ser vista como el resultado de una sociedad en la que la alienación, el miedo y la desesperanza han erosionado los lazos de comunidad y solidaridad. En el marco del 8 de marzo, miles de mujeres han salido una vez más a las calles para gritar su furia acumulada, su dolor transformado en consignas, en una demanda colectiva de justicia que sigue sin ser respondida.
Estas marchas son un reflejo de una angustia existencial, de una lucha desesperada por afirmar la dignidad en un mundo que las ha reducido a víctimas desechables. La impotencia ante los feminicidios impunes, las desapariciones y la indiferencia gubernamental ha cultivado una rabia legítima, una insatisfacción que es síntoma de una profunda crisis moral y social.
En un escenario paralelo, circula en redes sociales un video en el que, al menos, 60 hombres fuertemente armados, presuntamente del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), se muestran disciplinados, en formación, e incluso con la bandera de México en sus uniformes, emitiendo una advertencia a otro grupo criminal: La Familia Michoacana. Con este tipo de materiales, el espectáculo de la violencia es convertido en auténtica propaganda del miedo.
Debe subrayarse, por ello, que los cárteles no son ya meras organizaciones clandestinas, sino actores visibles que desafían al Estado con la misma solemnidad con la que un ejército legítimo declara la guerra. Esta imagen nos recuerda que la violencia no sólo es un medio, sino un fin en sí mismo. La violencia armada se ha convertido en una forma de organización de la sociedad, en un sistema paralelo de poder que desdibuja la frontera entre legalidad e ilegalidad.
El gobierno de Estados Unidos ha designado a estos grupos como organizaciones terroristas, ¿pero qué significa esto en términos reales? La etiqueta no cambia la realidad de que, para muchas comunidades en México, el terror no es una categoría política, sino una experiencia cotidiana. Vivimos en un tiempo en el que la guerra no se libra en trincheras distantes, sino en las calles, en los hogares, en la mente de cada ciudadano que teme por su vida cada día. La normalización del miedo es la marca más perversa de esta crisis: cuando el horror se vuelve rutina, la conciencia se embota y la sociedad se adapta a lo inaceptable.
La urgencia de un México en paz no es sólo una necesidad pragmática, sino un imperativo moral. Necesitamos una sociedad que no vea en la violencia una herramienta de control, sino un enemigo absoluto de la dignidad humana. La lucha por una sociedad en paz comienza con la afirmación de la vida en todas sus dimensiones. De este modo, la pregunta que enfrentamos no es sólo si el Estado puede retomar el control, sino si la sociedad misma puede recuperar su capacidad de confiar en las y los otros, y de vivir sin el miedo como compañero constante.
Con Información de Excelsior.