Tres mil inmigrantes vivían en ese campo improvisado. La mayoría eran africanos que trabajaban en la agricultura. Recibían dos euros por hora laboral, cuando el pago mínimo legal en Italia es de 9.50 euros.
Ese mismo año entraron en vigor nuevas leyes, las cuales amenazan desde entonces con una pena de ocho años de prisión a quienes recluten o exploten trabajadores migrantes. Es evidente que no han sido totalmente eficaces, ya que los sindicatos rurales calculan que actualmente 300 mil inmigrantes continúan generando miles de millones de euros al sector agrícola italiano.
Más de 12 campos ilegales como el de Puglia han sido desmantelados en Italia en los últimos cuatro años, pero los inmigrantes se mueven de un lugar a otro y siguen trabajando en condiciones de explotación.
Esta evidente contradicción ha estado empujando durante mucho tiempo el funcionamiento de una parte de la economía italiana (y de otros países europeos.
Frente a los modernos flujos migratorios, internos o provenientes del exterior por conflictos armados, pobreza o represión, el pragmatismo político de los países receptores había estado atado al pragmatismo económico durante décadas, por lo que el discurso xenófobo se mantuvo electoralmente marginal.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) señala que “el volumen de migrantes a escala mundial ha aumentado, pero su porcentaje con respecto a la población mundial se ha mantenido relativamente estable”. De 153 millones de migrantes internacionales que había en 1990, el número pasó a 244 millones en 2015, pero el porcentaje apenas creció de 2.9 a 3.3 por ciento. Nada de qué alarmarse, pues.
Más aún, las cifras de la misma organización indican que entre enero y mayo de este año, 17 mil migrantes irregulares y refugiados han entrado por mar a Europa, 30 por ciento menos de los registrados en el mismo periodo en 2018, y muchos menos de los cientos de miles que habían ingresado en 2015, cuando en todo el año llegaron un millón y medio de personas, causando lo que a nivel político y mediático se manejó como una “crisis histórica”.
Los acuerdos firmados por la Unión Europea con Turquía y Libia para hacer el trabajo sucio a los europeos y contener a los inmigrantes (como lo hace ahora México con Estados Unidos) fueron y siguen siendo muy polémicos, pero también, en términos fríos, cumplieron su propósito.
Sumado a ello, numerosas proyecciones, elaboradas incluso por instituciones oficiales, llevan años insistiendo en que los inmigrantes aportan (y aportarán) más en impuestos que el gasto de ayudas sociales que pueden requerir, además de que son indispensables para mantener viable económicamente el crecimiento de la población, la fuerza de trabajo y el sistema de bienestar europeos. Tampoco son más propensos a cometer delitos.
Con el profundo descrédito en que se sumieron los partidos centristas dominantes, sobre todo tras el golpazo que dio la crisis económica de hace una década a las clases bajas y medias europeas, el discurso contra los inmigrantes y las “élites” gobernantes se volvió una mina de votos.
La consecuencia fue que el manejo pragmático de la política en materia migratoria se dislocó de la realidad económica y social, y fueron recuperadas las ideas existentes en las cloacas de la extrema derecha, según las cuales los inmigrantes invaden sus países, imponen sus creencias y modo de vida salvajes y destruyen la prosperidad europea, todo ello permitido y alentado por las clases dirigentes “globalistas”.
El discurso de odio contra los migrantes y los refugiados ha llegado tan lejos en Europa como su rentabilidad electoral.
Frente a ese mundo narrativo, se han generado acciones de desobediencia civil muy sonadas en su momento, y que han provocado fuertes controversias, incluso legales, como por ejemplo cuando ciudadanos han ayudado a transportar o cruzar fronteras en sus vehículos particulares a inmigrantes, o aquellos que les han brindado alojamiento temporal en sus casas para protegerlos de la intemperie.
Tales gestos, que llevan una fuerte carga simbólica, han resultado relativamente eficientes porque desestabilizan la línea de flotación de la estructura mental antiinmigrante en su punto más frágil: el humanitario.
Los casos más recientes son los de Pia Klemp y Carola Rackete, capitanas alemanas de embarcaciones de salvamento en el Mar Mediterráneo. Ambas están acusadas por la justicia italiana de apoyar con su actividad el tráfico de seres humanos.
El caso de Rackete es el que más revuelo ha provocado por haber desafiado en directo una ley impulsada por el ministro ultraderechista del Interior, Matteo Salvini, un hombre admirado por el movimiento antiinmigrante.
Como se sabe, Rackete, capitana del Sea Watch 3, decidió atracar sin permiso en la isla italiana de Lampedusa con 40 inmigrantes a bordo, rescatados frente a las costas libias. Ellos y la tripulación estaban extenuados tras 17 días errando sin que ningún país aceptara acogerlos.
Fue la noche del 28 al 29 de junio pasado que, debido al cansancio, Rackete impactó una patrulla náutica que le impedía ingresar al muelle. Salvini, cuyo partido arrasó en las elecciones del pasado 26 de mayo, la llamó “criminal” y “niña rica y consentida”.
La capitana alemana, quien se define como “una ecologista convencida, atea y ciudadana europea”, fue detenida.
Días después, en medio de una gran presión de ONG de derechos humanos, una campaña internacional de apoyo, y una cobertura mediática global, su arresto fue invalidado. El juez del caso estimó que el decreto de seguridad por el que las autoridades italianas impedían al Sea Watch 3 entrar al puerto de Lampedusa, “no es aplicable a las acciones de salvamento”. Quedan, sin embargo, dos acusaciones en su contra: resistencia a un oficial y ayuda a inmigración clandestina.
En las primeras entrevistas que dio a tres medios europeos (el alemán Der Spiegel, el italiano La Repubblica y el británico The Guardian), Rackete insistió en algunos mensajes: 1) “hemos demolido un muro erigido en el mar por un decreto de seguridad” 2) “espero que lo que he hecho sea un ejemplo para mi generación” 3) “a veces hay que tomar acciones de desobediencia civil para hacer valer los derechos humanos”, y 4) “lo volvería a hacer”.
Rackete propinó también dos golpes personales a Salvini al declarar que “el tono de sus ideas es peligroso”, y evocando la época nazi en relación a su política de puertos cerrados: “En Alemania —dijo a La Repubblica— sabemos muy bien que ha habido periodos oscuros en los que los alemanes siguieron leyes y prohibiciones que no eran buenas: sólo porque algo sea ley no significa que sea una buena ley”.
Erigida en un símbolo de la resistencia contra las políticas antiinmigrantes del gobierno de Roma, la activista alemana fue rápidamente seguida y, el pasado 7 de julio, el velero italiano Alex entró igualmente a la fuerza en Lampedusa con 41 inmigrantes al borde del colapso físico y mental. Otra embarcación humanitaria, el Alan Kurdi —nombre del pequeño inmigrante sirio de origen kurdo que apareció ahogado en una playa turca en 2015—atracó en Malta llevando 65 inmigrantes, que Alemania y otros países de la UE aceptaron acoger.
El célebre filósofo y escritor estadunidense Henry David Thoreau escribió en el siglo XIX que “la desobediencia es el verdadero fundamento de la libertad”. Rackete defiende el mismo principio: “no estamos obligados a aceptar todo en silencio e indiferencia. Podemos alzarnos y, si hay problemas, podemos usar nuestro cerebro y nuestro coraje para resolverlos”.
Esas palabras, sin embargo, se estampan en este caso contra un espeso muro de intransigencia: 60% de los italianos son favorables a que el país mantenga cerrados sus puertos a los barcos humanitarios, según una reciente encuesta del Corriere della Sera.
Y es que el miedo y el odio a quienes llegan huyendo de la guerra y la miseria se han vuelto más fuertes que cualquier pragmatismo económico o estadística que contradiga su presunta peligrosidad.
Con información de PROCESO