El sector de la cultura es uno de los que sintió un gran escalofrío cuando hace un año el capitán retirado Jair Bolsonaro, 64 años, ganó con comodidad las elecciones en Brasil.
El presidente cumplió su promesa de eliminar el ministerio, ha recortado el presupuesto como en otras áreas, pero, además, es constante el goteo de casos de censura de obras culturales; en algún caso directamente, aunque a menudo vía asfixia financiera por la retirada de subvenciones.
El repertorio teatral censurado desde que Bolsonaro asumió el poder será la base del Festival Verão Sem Censura que el Ayuntamiento de São Paulo ha anunciado como acto de resistencia para el inicio de 2020, verano austral en Brasil.
Series de televisión con protagonistas LGTB y una película sobre un guerrillero comunista que combatió la dictadura están también en el punto de mira de la cruzada bolsonarista contra lo que encuadra como marxismo cultural.
Bolsonaro y los suyos suelen presumir de que están cumpliendo aquello que prometieron en campaña. Sin importarle que Brasil exporte música, cine y telenovelas al mundo entero, el ultraderechista no quiere dar un real de dinero público a aquellas obras que no encajan en concepción del mundo, ultraconservadora y nostálgica de la dictadura.
Con el radical cambio político sufrido por Brasil en los últimos años, las ayudas públicas se han convertido en un gran talón de Aquiles del arte. El columnista cultural de Folha Ruy Castro comparaba hace unos días el impacto de los Gobiernos militares con la situación actual: “Entre 1964 y 1985 Brasil produjo cosas fabulosas en música popular, teatro, cine, literatura, artes plásticas.
El Estado podía intentar impedir que circularan, pero no que se hicieran porque, en buena medida, la producción cultural vivía del mercado, no de los favores oficiales. A partir del 1986, la cultura se dejó tutelar por el Estado”. São Paulo, que presume de ser la capital cultural de Brasil, es una metrópoli con una apabullante oferta artística, en buena medida gratuita.
El ejemplo censor más flagrante son unas series de televisión con protagonistas LGTB. El propio presidente dejó claro en uno de sus Facebook Live semanales para sus 11 millones de seguidores este agosto que algunos de los proyectos presentados a un concurso para series a emitir en canales públicos le parecían una tomadura de pelo.
Tras bromear sobre censores, mencionó varias series, se mofó de sus guiones como si fueran marcianadas. “Transversais [es sobre] sueños y realizaciones de cinco personas transgénero que viven en Ceará [uno de los estados más pobres de Brasil y cuna de humoristas]”, dijo entre risitas para remachar: “Conseguimos abortar esta misión”. Lo lograron a las bravas.
Días después, el ministerio de Ciudadanía dejaba en suspenso el concurso para financiar 80 series con 70 millones de reales (15 millones de euros), incluidas las cuatro cuestionadas. El asunto acabó en los tribunales, donde el Gobierno ha sido derrotado en primera instancia; la licitación ha sido reinstaurada.
Ahora que la homofobia es delito en Brasil, Bolsonaro es más cuidadoso con sus argumentos, que resultan de lo más convincentes para sus seguidores más ultras y para el Brasil más conservador: “No persigo a nadie, que cada uno haga con su cuerpo lo que quiera para ser feliz, pero gastar dinero público en esas películas… No tienen público ni taquilla”, explicó en aquel FB Live flanqueado, como siempre, por una intérprete de signos y algunos altos cargos. Ese día de agosto preguntó a sus invitados y a la traductora por sus preferencias religiosas. Evangélica, católica, cristiana, fue la respuesta.
El caso con más repercusión fue el fallido intento de retirar un cómic de superhéroes de la feria del libro de Río de Janeiro con el argumento de que el apasionado beso entre dos de ellos era pernicioso para la infancia. El Supremo, movilizado a toda prisa en fin de semana, rechazó el argumento del alcalde de Río, un pastor evangélico, y el tebeo Los vengadores: la cruzada de los niños se convirtió en la sensación de la Bienal del Libro.
Y cuando se le acusa de censurar o ahondar en la polarización con un discurso beligerante, el presidente suele responder ufano: “Dicen que estoy disminuyendo el espacio democrático… ¡Estoy disminuyendo el espacio democrático de la izquierda! ¡De eso no hay la menor duda!”. Un argumento que la semana pasada repitieron su ministro de Economía en una convención de inversores extranjeros, y uno de sus hijos en una conferencia conservadora.
En un ambiente en que los artistas han sido criminalizados porque el bolsonarismo los identifica con el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva, se multiplican las voces que alertan contra la autocensura.
Bolsonaro ha planteado esta guerra cultural en uno de los flancos débiles del sector, la financiación pública, que es generosa vía presupuestos institucionales o exenciones a las empresas que invierten en arte. Al seleccionar proyectos para exhibir en su red nacional de centros culturales, Caixa Económica Federal, una especie de banco público, revisa también las posturas políticas de los autores, sus posturas en redes sociales y el potencial polémico de las obras, según reveló el diario Folha.
Un espectáculo del grupo Payasos de Shakespeare sobre la represión durante la dictadura, fue cancelado en septiembre por Caixa Económica en Recife con el argumento de que en un debate tras la primera representación miembros del grupo rompieron una cláusula de no criticar a los patrocinadores. Ellos lo niegan.
Su director, Fernando Yanamoto, agradece la iniciativa de crear un festival con las obras vetadas porque “trata de dar visibilidad a las obras que sufrieron estos episodios. Mi grupo pasa por un momento financiero muy difícil debido a los dos proyectos cancelados. Era nuestra principal fuente de ingresos. Este tipo de festival es una forma de compensar un poco lo perdido y una oportunidad de reunirnos con otros y compartir esta experiencia”, informa Beatriz Jucá.
Los brasileños van a tener que esperar y ni siquiera se sabe hasta cuándo para ver la película Marighella, el primer largometraje dirigido por Wagner Moura, el Pablo Escobar de Narcos. Cuando la biografía de Carlos Marighella, líder guerrillero izquierdista símbolo de la lucha armada contra la dictadura, fue estrenada en el festival de Berlín en febrero su director explicó que quería que llegara a los cines brasileños cuanto antes, pero que la distribuidora consideraba que no era buen momento.
Durante meses no hubo fecha. Finalmente fijado para el 20 de noviembre, día de la conciencia negra, la llegada a las salas fue definitivamente anulada cuando Ancine (la Agencia Nacional del Cine) negó una subvención para distribuirla. Los involucrados en Marighella han mantenido perfil bajo desde su paso por Berlín, donde Moura declaró: “Sé que cuando volvamos a Brasil nos cubrirán de mierda, pero no me preocupa; lo más importante era estrenar esta película”.
El programa del Festival Verão Sem Censura no está todavía cerrado porque se incorporarán las obras que sean vetadas hasta entonces, ha anunciado el concejal de Cultura de São Paulo, Ale Youssef, considerado como el enlace del alcalde, de centro, con el electorado más progresista. Todos los políticos tienen la vista puesta en las elecciones municipales del año próximo.
Con información de El País