Este miércoles ha trascendido la muerte de Josep Pujol Codina, químico, empleado de Bimbo jubilado e inventor del popular pastelito Pantera Rosa. El creador del pecado alimentario más temido por los padres bio-healthy-veggie falleció el pasado viernes en Castellar del Vallès (Barcelona). Tenía 87 años.
En este mundo se dan misterios insondables. Lo sabe bien Iker Jiménez, el presentador de televisión reconvertido en un maestro de la venta de enigmas. Sin embargo, ni él logra dar con una respuesta que aclare el éxito gastronómico de un producto tan singular como la Pantera Rosa. Un bollo de aspecto grasiento y coloreado en un rosa llamativo, una tonalidad sospechosa en la alimentación, tendría, de entrada, todas las papeletas para terminar siendo un fracaso comercial. Que se lo pregunten sino a la Nocilla de fresa. El popular Jiménez, que se atreve a pilotar un artefacto con un nombre tan intimidatorio como La Nave del Misterio, ni se plantea zambullirse en los secretos de la Pantera Rosa y se conforma con colgar un comentario en Twitter reconociendo la perfección de la obra maestra de Josep Pujol: “Gracias por tantos buenos momentos”, le dice.
El suyo es solo uno de los muchos mensajes de reconocimiento que ha acumulado en las últimas horas la Pantera Rosa. Solo quien se ha emocionado alguna vez a la hora de rasgar el plástico que envuelve una Pantera Rosa, para acercar a continuación la nariz al bollo y aspirar su dulce fragancia, será capaz de entender la multitud de elogios que ha merecido Josep Pujol. Una magnífica entrevista que le hizo la emisora RAC1 en marzo de 2017 ayudó a sacar del anonimato a este héroe de la hora de la merienda. “A veces se hacen cosas no demasiado claras”, admitía Josep Pujol, que en 1973 trabajaba en la fábrica Bimbo de Granollers (Barcelona) cuando, harto de que sus jefes le reprocharan la falta de nuevas creaciones, se decidió a experimentar con “seis Bucaneros”, chocolate blanco fundido y un colorante.
La atrevida mezcla engendró “un pastel de color rojizo” que, según confesaba el propio creador, de entrada tenía un aspecto incomestible. Pero, desde aquel momento, el indecoroso pastelito rosado se convirtió en una de las piezas más preciadas de los desayunos escolares de la EGB, una época de barra libre de bollería en los patios de las escuelas, tiempos en los que las marcas no parecían conocer el significado del término light y cuando los envoltorios eran alérgicos al concepto sin azúcar. Que un alumno llevara la mochila cargada de pastelitos industriales merecía la misma reacción docente que otro que se presentara en la clase de manualidades con las afiladísimas tijeras de la peluquería de su madre: cero reproches.
Cuando las escuelas consideraron que la bollería no era lo más aconsejable para la salud de los escolares, sin intervenir, en cambio, en las flautas de chorizo, de salchichón o de mortadela serigrafiada con la cara de Mickey Mouse, la Pantera Rosa se transformó en un producto afterhours, de horario extraescolar.
Las propiedades nutritivas del pastelito rosado seguramente son inversamente proporcionales a su capacidad para atascar arterias, pero su aroma embriagador y la punzada de satisfacción culpable que provoca un mordisco a su tiernísimo lomo han ayudado a perpetuar el éxito de la Pantera Rosa. Siempre habrá paladares osados dispuestos a afirmar que es preferible el Bollycao, el Phoskito, el Tigretton o, incluso, hasta el inclasificable Bony. Pero ya lo decía Josep Pujol durante la entrevista que concedió en la radio: “Hay gustos para todo”.
Con información de El País