Es sábado por la noche en el barrio de Balvanera, Ciudad de Buenos Aires, pero en aquel típico boliche de cumbia parece que fuera lunes. Ya no hay que hacer largas filas para ingresar y muy atrás quedaron las imágenes del local repleto de gente, que a estas alturas parecen postales en blanco y negro. Es que Argentina atraviesa una fuerte crisis económica en los últimos años, y la cultura popular se resiente.
A diferencia de otros centros bailables y bares habituales entre los sectores sociales más pudientes o clases medias, como en la zona porteña de Palermo, los establecimientos dedicados a un público humilde ya no viven los tiempos de esplendor que supieron tener en el pasado. De hecho, llegando al final de la década, son muchos los trabajadores que deben prescindir de tomarse la típica ‘jarra loca’ —mezcla de vinos baratos, licores de dudosa procedencia y gaseosa, un clásico del ambiente cumbiero— para comprar alimentos, pagar remedios o alquilar una pieza. Para todo no alcanza, aunque nunca faltan aquellos que no renuncian a mover el esqueleto al ritmo de la música tropical.
“Las bailantas antiguas se están muriendo”, lamenta Carlos Mandia, un conocido productor del rubro que anteriormente supo administrar locales del género. “Ya no se ven personas desde temprano, y el público solo va masivamente si hay artistas muy conocidos o ‘reggaetoneros’ que vienen de afuera”, describe.
A su vez, añade que “a la gente le cuesta mucho pagar la entrada, y es terrible lo que bajó la venta de alcohol”. En efecto, que las clases populares hayan disminuido la ingesta de bebidas, el principal combustible para los trasnochados más tímidos, no es por una cuestión de autocontrol, ni mucho menos algún tipo de ética ciudadana.
La verdad es que el golpe a los bolsillos no les dio tregua en los últimos años: los salarios perdieron con respecto a la inflación, aunque no pertenecer al 35,4 % de pobres es motivo suficiente para sentirse un privilegiado, en un país tan desigual.
Esto significa que una de cada tres personas no satisface sus necesidades básicas, y ni que hablar de pagar para bailar cumbia entre amigos. En ese marco, muchos empresarios optan por abandonar el rubro y el negocio nocturno queda cada vez en menos manos, los peces más gordos, porque la crisis lo complicó todo: con la disparada del dólar, es decir, la depreciación de la moneda nacional, “hoy está todo muy caro”, comenta Mandia. Y enumera: “La seguridad, un barman, es mucha plata. Antes de luz se pagaban 30.000 pesos por mes, ahora unos 400.000 (6.700 dólares)”.
El entrevistado tiene un reconocido programa de cumbia en la TV argentina, ‘Vamos a pasarla bien’, donde muchas bandas muestran su música, varias de ellas dando sus primeros pasos: “Presentamos muchos grupos nuevos, pero hoy no tienen ‘laburo’ (trabajo).
Entonces tratan de ir a radios, mostrarse, tocar sin cobrar nada, cosas que antes no pasaban”, expresa. La devaluación argentina también llegó al arte popular, y a muchos jóvenes de clases sociales humildes se les hace cuesta arriba alcanzar el éxito con una economía que no ayuda.
“La cumbia está formada por chicos de clase baja, que se juntan su ‘manguito’ (dinero) para vestirse, comprarse un instrumento, tocar y zafar”, describe Mandia. Pero a la hora de los negocios, no hay contemplaciones: “Los empresarios no pueden darle la oportunidad a un muchacho que está empezando, porque trae pérdida. Tienen que asegurarse que ese grupo explote, aunque sea más caro, porque le va a traer gente a su baile”. Las ‘revelaciones’ cumbieras casi no tienen lugar en este contexto recesivo.
“Está ‘heavy'”
“Los bailes no estallan como en los años dorados, cuando la plata rendía un poco más”, dice el cantante Mariano Agostini. Por eso, a los artistas que no son tan famosos “se les complica un poco el trabajo”. El músico se mueve en el ámbito nocturno, presentándose en boliches, fiestas privadas y hasta restaurantes amigables con la cumbia: “Está ‘heavy’ (difícil)”, resume.
Además de ser vocalista, Agostini administra la logística de sus espectáculos, y también las cuentas a pagar. “Para tocar, tenés que trasladar a la banda con una camioneta, y el precio del combustible es caro. Incluso hay que llevar aparatos en otro transporte”, comenta. Más en detalle, agrega: “Estás moviendo en cada show unos 2 o 3 millones de pesos [entre 33.000 y 50.000 dólares] por un buen sonido, para tocar 25 minutos. No es fácil”.
A veces, cuando los números no cierran, el resto del grupo tiene que quedarse en casa: “Esta noche voy a una ‘falsa boda’ sin los músicos. Canto con una pista de fondo, no es ‘playback’, pero los chicos no van a estar”, lamenta. Obviamente, eso representa una caída en los ingresos de sus compañeros, que se las deben rebuscar para llegar a fin de mes.
“Hoy lo doy todo”
El verano ya se siente en Argentina, una época en la que muchos vecinos de la ciudad de La Plata deciden acondicionar sus piscinas para disfrutar un chapuzón ante las altas temperaturas. Entonces, llaman a Santiago Ramírez, guitarrista del conjunto por la noche y un pintor muy recomendado durante el día, de larga experiencia en obras de construcción y otras refacciones hogareñas.
Bajo un sol extenuante, este obrero desplaza el rodillo celeste sobre el cemento deslucido, mientras piensa en los acordes y punteos que va a tirar arriba del escenario. Cuando termine la dura jornada, cambiará esa la ropa de trabajo por su habitual saco blanco, sumado al infaltable par de zapatos. Se mirará frente al espejo, y con una sonrisa dirá: “Hoy lo doy todo”. La imagen, señala, es determinante, “porque se entra por la vista”.
En sus casi 20 años de carrera, Ramírez tocó junto a grandes figuras del género, como Daniel Agostini —primo de Mariano— y Ezequiel en Clave. También es productor musical, pero el arte nunca le dio de comer, y siempre tuvo que dedicarse a otra cosa. Más allá de los gobiernos y el crítico momento del país, afirma: “Esta situación no es nueva, hubo mejores momentos, pero suelen ser más malos que buenos”.
De hecho, este viernes el líder del grupo se va a presentar solo. Ramírez y sus colegas serán reemplazados por un disc-jockey, que tendrá menos gracia, pero tocará unos cuantos botones e igualmente levantará al público de sus asientos. El resto, lo hará la voz de Mariano Agostini. “Aprovecho todos los momentos, no queda otra”, dice el amo de las cuerdas, esperando la próxima oportunidad para olvidar la brocha y mostrarse en vivo.
Historia tropical
La cumbia tuvo su origen en Colombia, precisamente en el municipio de El Banco, junto al valle del río Magdalena, y desde allí migró hacia varios países de la región. Aunque es difícil mencionar un año específico para su nacimiento, esta música tropical con ritmos africanos comenzó a ser reinterpretada por orquestas locales entre los 40 y 50 del siglo pasado, sumando popularidad.
A partir de los 70, la salsa se introdujo en el género, dando lugar a instrumentos que caracterizaron al norte sudamericano: piano, congas, bongó, timbales, claves, güiro, maracas y una sección de vientos. Desde 1976, el distrito que vio surgir este ritmo celebra el Festival de la Cumbia.
En Argentina, las primeras ‘corrientes cumbieras’ aparecieron en las provincias norteñas, empezando a aumentar desde 1940, con las crecientes migraciones internas hacia la gran ciudad: Buenos Aires. Así, empezó a distinguirse fusionando diversos estilos propios, como el chamamé, típico en la región del Litoral —provincias de Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Formosa, Chaco y Santa Fe—, destacándose el uso del acordeón.
Por esos años, en los alrededores de la capital, donde habían llegado millones de migrantes para ocupar el pujante sector industrial, los litoraleños trajeron consigo las bailantas. Se trata de enormes galpones con techos de chapa, donde la clase trabajadora olvidaba sus problemas y se ocupaba de divertirse. Allí comenzó el auge del género tropical, que desde sus inicios se relacionó con los sectores humildes, mientras los más acaudalados miraban de reojo.
Romance, violencia y cumbia ‘cheta’
A partir de los 70 y 80 emergieron grandes figuras y bandas que todavía se escuchan, como el Grupo Sombras, del extremo norte —provincia de Jujuy, al límite con Bolivia—, y su cantante, ‘El Maestro’ Antonio Ríos, un chaqueño muy recordado por los argentinos. Amar Azul fue otro de los grandes grupos que desde 1989 se oía traspasando las fronteras nacionales. Y el ritmo de Santa Fe, que marcó su propia impronta, tuvo eco en el resto del país gracias a bandas como Los Palmeras, o el vocalista Leo Mattioli.
Sin lugar a dudas, la cumbia se puso de moda en la década de los 90, cuando se destacaron íconos del género, como Gladys ‘La Bomba Tucumana’, también norteña, y Gilda, que marcó a toda una generación. En este auge se destacaban las canciones románticas: ‘No me arrepiento de este amor’, un clásico de la época, todavía se baila en algunos boliches donde suena cumbia retro.
Pero, además de la consolidación musical, aquella década estuvo marcada por la crudeza del neoliberalismo: cerraban fábricas, la pobreza crecía y los barrios populares se expandían. En 1998, mientras se iba preparando la olla a presión para la ebullición social del 2001, un nuevo estilo brotaba desde las zonas más marginales de la Provincia de Buenos Aires, donde la situación era crítica.
Así nacía la cumbia villera, de inmenso éxito entre las clases bajas y también medias, que relataba duras historias de drogas, robos, sexo y reflejaba una alta dosis de machismo. Además, se caracterizó por el uso del güiro metálico, un raspador similar a un rallador de queso.
“En los pasillos de la villa se comenta, que el pibe cantina, se ganó la lotería. Ya no pasea con su bici despintada, no usa su gorra, ni zapatillas desatadas. Se viste elegante, todos lo ven, luciendo su Rolex, ese pibe anda bien. Pibe cantina, ¿de qué te la das? Si sos un laucha, borracho y haragán. Las pibas del barrio te gritan al pasar: ‘¡Dale, guachín, sacanos a pasear!'”.
Ese fue uno de los ‘hits’ más cantados en el país sudamericano, del grupo Yerba Brava. En este subgénero, fuertemente criticado por las clases altas, sobresalieron bandas como Damas Gratis —su canción ‘Se te ve la tanga’ causó furor—, Mala Fama y ‘Pibes Chorros’ (chicos ladrones, en la jerga local). Estos últimos, en su tema ‘Duraznito’ —haciendo referencia al consumo de cocaína, y quedar ‘duro’—, relataban: “Se borró Duraznito de la villa. Se llevó toda la plata del blindado, esa que nos habíamos ‘afanado’ (robado), la otra noche en la General Paz”, una avenida que divide a la capital del resto de la provincia.
En 2002, el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) llegó a prohibir la cumbia villera en la televisión argentina, al considerar que se le daba un mal ejemplo a la juventud. Igualmente, “vos, sos un ‘botón’ (soplón), nunca vi un policía tan amargo como vos”, fue otro de los versos más entonados.
A partir del 2003, cuando empezaba a recuperarse lentamente la economía, volvieron a surgir las canciones de amor. Sobre ello, la Universidad Nacional de Cuyo publicó un artículo del músico e investigador Diego Martín Pérez, quien sostuvo: “Se puede establecer una relación entre este optimismo postcrisis y la vuelta a las letras románticas y festivas”.
Ya en la última década, este ritmo, que acarreaba un fuerte estigma, rompió la histórica división social y también fue adoptado por las clases medias altas. De forma más reciente, irrumpieron en la escena grupos como Agapornis y Los Totora, produciendo la renovación del rubro con su cumbia pop, más conocida como cumbia ‘cheta’, una forma despectiva para referirse a los adinerados.
Esta rama reciente tiene su anclaje en el Río de La Plata, de hecho, también se destacaron muchos grupos de Uruguay, como Márama. Sus letras hablan de juegos de seducción, y otras inocentes aventuras nocturnas, menos escandalosas que las melodías pasadas.
Con información de RT