«Me decían que puedo salvar al mundo. Los orangutanes, los delfines, los océanos, las selvas. Incluso a los hombres. Todo lo que debía hacer era comprar productos sostenibles»
Así empieza el documental La mentira verde (2018) del director Werner Boote (director de otros documentales de crítica social y ecológica como Plastic planet, Nos vigilan y Population Boom), el cual es una crítica del fenómeno greenwashing que, por desgracia, nos resulta muy familiar, y aún más después del bochorno de los patrocinadores de la COP25.
Protagonizado por el propio Werner Boote y Kathrin Hartmann, experta en greenwashing con varios libros publicados sobre el tema (No se vuelve más verde, Fin de la hora del cuento de hadas y De la sobreexplotación controlada), el documental juega a enfrentar la posición de un posible consumidor con cierta preocupación ecológica pero que no se cuestiona lo que las grandes empresas le dicen (posición que representa Werner Boote) y la cruda realidad de las supuestas prácticas verdes (tarea de Kathrin) de las grandes industrias. Con este esquema y ciertos toques de humor, plantean al espectador la realidad de algunos sectores que se venden como responsables y ecológicamente sostenibles pero que distan mucho de serlo, para llegar a la conclusión del porqué de estas prácticas y los peligros que entrañan para el planeta y nuestra supervivencia.
El aceite de palma, que a través de la RSPO (Mesa redonda del aceite de palma sostenible) nos hace creer que su producción es sostenible mientras siguen ardiendo miles de hectáreas, muriendo miles de animales y violando derechos de los campesinos; compañías petroleras (el documental se centra en BP, en el accidente de Deepwater Horizon, y en la vergonzosa gestión del mismo que hizo la empresa) cuyos logos y palabras son cada vez más verdes mientras siguen contaminando y buscando nuevos mercados y prácticas para mantenerse ante el cambio que ven acercarse; compañías automovilísticas que presentan el coche eléctrico como la solución a todos nuestros problemas, ocultando la inviabilidad por motivos energéticos y de recursos necesarios entre otros factores; compañías energéticas que dicen ser ecológicas mientras siguen extrayendo carbón, gas, etc.; compañías de alimentación, que roban tierras, quemas selvas y matan a indígenas en Sudamérica para que el «primer mundo» tenga alimentos baratos…
Con intervenciones de Raj Patel, Sonia Guajajara y Noam Chomsky, entre otros, la realidad es muy clara: el greenwashing es el soma que nos quieren dar las grandes empresas para aliviar nuestra conciencia ecológica mientras ellas mantienen su situación de poder, sus ganancias y siguen deteriorando el medio ambiente. Todo para evitar que nos planteemos que el problema es el propio sistema y que es este el que tiene que cambiar. El aceite de palma ahora es sostenible. Te lo dicen las empresas ¡No hay por qué preocuparse! Si te inquieta la huella ecológica por el uso del coche, cámbialo por uno eléctrico y ¡todo solucionado!… Quizás sería mucho más sencillo para todos si eso fuera verdad. Pero la realidad es que no lo es.
El greenwashing, que apareció a la par que la preocupación ecológica, aunque cada vez sea más escandaloso según va empeorando la situación del planeta y la gente despertamos, no es otra cosa que la resistencia del sistema. Las empresas manipulan, confunden y desinforman con supuestos cambios sostenibles para que los consumidores sigamos comprando y el sistema siga funcionando. Esconden y alejan los daños medioambientales para que sea más difícil ser conscientes de ellos (la ingente necesidad de energía y la explotación de recursos que necesita un coche eléctrico es un ejemplo). «Ojos que no ven…» A esto también ayudan mucho los medios de comunicación, pero no vamos a entrar ahí ahora.
El greenwashing se basa en dos pilares fundamentales: hacernos creer que las empresas se han vuelto sostenibles y hacernos creer que los responsables somos los consumidores. Nos hacen responsables a los consumidores, a los ciudadanos, de la sostenibilidad. El capitalismo y el consumismo han promovido el individualismo frente a la vida en comunidad. No es casual. En una sociedad desorganizada, en la que cada individuo solo se preocupa por uno mismo, es mucho más difícil que se genere una resistencia, una posible respuesta contra el sistema. Según ellos, nuestra obligación como consumidores preocupados ha de ser comprar sus productos verdes. Y ya está. No os planteéis nada más.
Sabemos que no es así. Cualquier empresa que nos quiera hacer creer que podremos vivir como hasta ahora y solucionar la crisis climática nos está engañando: ni podremos movernos como hasta ahora, ni tendremos la energía que tenemos ahora, ni podremos comer como hasta ahora.
Todo el sistema tiene que cambiar. Y no lo hará solo. Por lo que sabemos que debemos hacer lo que más teme el sistema: organizarnos. Tenemos que trabajar en colectivo para pedir cambios estructurales y legislativos. Cambios para evitar que las empresas nos engañen con prácticas sostenibles deliberadamente falsas mientras el planeta se nos muere. Tenemos que pedir acciones contundentes a nuestros gobernantes e instituciones.
Y no, no será fácil ni rápido, me temo. Mientras tanto, y como ciudadanos, las soluciones pasan por consumir menos y mejor (proximidad, ecológico, de calidad, segunda mano, etc), por huir de las grandes empresas, por desenmascarar sus mentiras y cuestionárnoslo todo.
Con información de El Salto